Cada viaje en el bondi de los que hacen el recorrido entre los ásperos barrios del oeste neuquino y el centro de la ciudad, ofrecería de por sí un aguafuerte para la fina sensorialidad de un Roberto Arlt. El trayecto, que va de 30 a 45 minutos, da tiempo para ajustar frecuencias de recepción, sintonías del alma que puestas a obrar percibirían más de una verdad revelada de la condición humana.
La mujer pobre, el hombre pobre, el que cuenta las monedas y viste ropaje estoico se acurruca en un asiento, si lo hay o, lo que es más curioso -suele verse esto- se hace a un lado para que otra persona se siente, en particular si esa persona luce un aspecto más favorecido en su condición socioeconómica (la que no ha de ser muy trascendente, en tanto usuaria del bondi, pero sí suficiente como para generar sensación de distancia al resto del pasaje).
Entonces la reflexión salta, surge sola; el pobre, la mujer pobre, internalizó hace rato que no le corresponden los beneficios, así sean los de ocupar el asiento de un colectivo. Hasta esta pequeña atribución le es negada por su propia asumida condición de que ha venido a la vida para sufrir. Entonces no es descabellado asociar este fenómeno con uno mucho más amplio y que hace a la existencia social toda. Y, si se la estudia un poco más, deriva a la específica, la que toca a la cotidianidad del mismo país y de la misma ciudad que ocupa.
Y de ahí a la explicación de la Argentina actual en que el pobre, la mujer pobre, viven, hay un paso. Entonces aquellos años, en los que la dignidad era una aparición inédita en sus días, con un Estado que por primera vez en mucho tiempo tenía en cuenta a los y las marginadas, fue mutando en un sueño que tuvo algo que quizá vivió alguna vez, pero que en verdad no era cierto. Porque lo cierto es apartarse del asiento posible, ese en el que reposar los arduos huesos extenuados por una vida vapuleada. Porque la realidad es que no hay acceso para él, para ella, a las cosas más o menos gratas de la existencia, ni siquiera para incorporar el derecho a un reposo de 30 a 45 minutos en el bondi.
La ilusión se trastoca allí en querer, en ansiar, lo que aquellos que siempre triunfan tienen y pueden. El auto, el buen trabajo, el pelo rubio o, como mínimo, en el menor de los casos, un asiento en el colectivo. Esas cosas que no le han sido dadas. De allí pareciera, es la impresión que se recoge, que ya hace tiempo que despertó del sueño aquel, ese en el que una vez casi llegó a saber de qué podía tratarse eso de la felicidad. Y así es como despierta, tal como si de una hipnosis se tratara, tras la cual apenas si queda un vaho, una percepción, ínfima y difusa, que sitúa en la duda onírica de si lo que alguna vez le pasó fue real.
Y despierta, o cree que despierta o no sabe qué le pasa ni lo medita, cuando en realidad lo que le sucede es que se está sumergiendo en la pesadilla, esa que quienes no toman colectivo lograron inocularle como deseo propio, como el único anhelo posible, permitido, de lo que fatalmente le ha sido dado, porque “así es la vida” y porque esa y no otra es la bolilla que le tocó en el sorteo de la existencia.
- Alejandro Flynn – Uno que escribe