La persona compra el libro en un puestito de usados (título de un autor que siempre le había interesado). Busca un punto del parque central de Neuquén, el banco de siempre, ese que parece estar esperándolo para comenzar la lectura. Allí, rodeado de árboles, se acomoda y se dispone al rito secular, el que aun en extinción persiste a través del tiempo. Percibe la fragancia, esa única e inconfundible, que despiden las viejas páginas de los libros de segunda mano al repasarlas.
Se enfrasca en la lectura. Los pájaros se le acercan, seguramente esperando lo que de tanto en tanto suelen recibir cuando alguien se arrellana a contemplar la tarde. Alguna miga de pan, una galletita, quizá un resto de algo para comer; lo saben, a veces sucede y entonces, por las dudas, ahí andan expectantes, con pasos cortos unos, a los saltitos otros.
De pronto, de entre las páginas del libro, se desliza una vieja foto que cae al suelo. La levanta. Es una imagen amarillenta, poco definida, que retrata a un grupo de soldados sonrientes, en la pose que adoptan los amigos para la clásica toma de grupo. El que leía ahora mira esas caras, que, aunque borrosas, una a una le traen de pronto a su memoria una escena de la película “La Sociedad de los Poetas Muertos”. La que mostraba al profesor indicándole a sus alumnos que repararan con atención en los rostros de los antiguos estudiantes, expuestos en la galería de retratos del colegio. Desde el otro lado del tiempo aquellos remotos muchachos musitan a los jóvenes actuales, según el maestro, “Carpe Diem… Carpe Diem…”, el “Aprovecha el día” de la cita latina.
Se diría que los jóvenes soldados de la foto se ven casi alegres. Es que indagando en el dorso del cartón puede sospecharse el motivo de esas expresiones. En el ángulo inferior derecho figura la fecha, octubre de 1918; la Primera Guerra Mundial llegará a su fin en el mes siguiente y seguramente ellos ya lo palpitan. Son integrantes de una fuerza alemana, evidencia que se desprende de sus uniformes, pero más por el texto que porta. Uno de ellos, tal vez, fue quien escribió con la pluma y tinta de entonces lo que, se intuye, podría ser un mensaje para su amada. El lector de la plaza no domina ni una sílaba de ese idioma pletórico en consonantes, pero luego, en paciente tarea artesanal, acudiendo a los nuevos traductores informáticos (bienvenida la tecnología en estos casos) y aun cuando hay palabras que no consigue descifrar, se atreverá a concluir que las que muy pocas que sí pudo recuperar, en idioma alemán, aluden a aquel sentido de la misiva de amor. Entonces es cuando advierte que algo mágico le sucedió al adquirir ese libro. Tal como si se frotara la lámpara de Aladino, al caer la foto a sus pies ocurrió un prodigio, el de conectarlo con el misterio de otra realidad acontecida dos siglos atrás.
En tanto repasa una y otra vez la imagen entiende que ese libro gastado, de páginas amarillas, al que accedió por una cifra exigua, es en verdad un tesoro invaluable, que, como todo lo que de verdad es en esencia bueno, no tiene costo en dinero. Le parece sentir (o es lo que quiere creer) que ese pequeño milagro debía llegar a su mano, así fuera sólo para que alguna vez pudiera contarlo.
Al volver al libro, descubre pasajes del texto subrayados por alguien (siempre le fascinó este tipo de hallazgos) ¿Qué fue lo que, a esa persona distante en el tiempo y la distancia, anónima, a quien nunca conoció, le llevó a destacar esas líneas?
Es otro obsequio mágico del papel, de ese que hace mucho dejó de ser un libro nuevo pero que, por eso mismo, brotó enriquecido, multiplicándose, para vincularlo desde una suerte de dimensión lejana, pero alterna a la suya de lector contemporáneo.
Es entonces que ratifica la íntima convicción de que las pantallas luminosas, las que destellan en tantas manos y hogares, como ordenadores o celulares, son en realidad -frente al libro de papel- apenas pobres sucedáneos de la comunicación real, la que en verdad importa, esa, la del alma que a ellas no les ha sido dada.