ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Oficios callejeros

La breve pausa que a quien conduce un automóvil por las calles de Neuquén le otorgan los semáforos al ponerse en rojo, suele ser aprovechada por quienes sobreviven al día buscando el peso cotidiano. Se despliegan entonces allí fugaces micro eventos artísticos en variedad de malabares variopintos; algunos de ellos ejecutados con notable destreza y otros (desde sus primeros pasos a veces accidentados, propios de quien tal vez fue despedido de su trabajo y recién da sus primeros pasos en la dura tarea de encontrar el sustento en la áspera escuela de la calle) con escasa pericia y menor fortuna.

Cuando no se trata de un conjunto de pelotas revoleadas de mano en mano por el aire o, incluso, hasta del caso de quien hace equilibrio sobre una soga, entre otros atractivos cuasi circenses, el cuadro puede dar paso a la venta de paltas y limones, de mote, frutillas o nueces y diversos etcéteras según sea la estación del año. En este caso no es el espectáculo visual al que se recurre, sino a la oferta de cubrir una necesidad o demanda vinculada con el consumo hogareño de alimentos.

Una tercera variante que ofrecen los semáforos, quizá la más común, la que no acude ni al histrionismo visual ni al despacho de la vitualla comestible o al de las bolsas de residuos o parasoles, es la que surge con los trapitos limpiadores de parabrisas. En esta circunstancia específica se percibe que el o la automovilista experimenta, no pocas veces en la ocasión, un dejo de inquietud (injustificada), una actitud algo precavida y diferente a la que adopta en los casos anteriores. Por ejemplo: la persona que maneja lavó el vehículo horas antes, pero, para disuadir probables hosquedades, asiente resignado con su cabeza y acepta el servicio, aun cuando su parabrisas nunca había estado más limpio. Enseguida, al procurar él o los billetes en su cartera (“de la dama”) o bolsillo (“del caballero”) le sucede que nunca sabe cuánto es lo que debería abonar, con lo que al darle luz el semáforo parte ¡al fin! evitando en lo posible atisbar el gesto del trabajador, en tanto no sabe si éste será de aprobación o de disgusto (prefiriendo no indagar al respecto).

Suele ocurrir, también, que al ir aproximándose al semáforo, donde ya advirtió de lejos la presencia del trapito, la persona recurra al perimido truco de demorar su marcha, ex profeso, para dar tiempo al cambio de luces, ese que le permita huir de la emboscada y seguir de largo, sin la obligación de detenerse y atender a su voz interior, esa que, por un lado, manda un reparo de conciencia y empatía y que, por el otro, le recuerda, con enojo, que es la tercera vez en el día que no pudo eludir a los testigos de la dura realidad que -trapo o bolsas de residuos en mano- lo acechan por doquier en cada esquina.

Algo más allá de los semáforos, en el boulevard de la Avenida Argentina, se producen, además, diferentes situaciones, otras que convocan al goce de la mirada o de la escucha. A saber, un par de ellas: quien baila una milonga, con una muñeca, que hace las veces de partenaire, suele detener por unos instantes gratamente en su paso más de una vez al que iba por un trámite y a la que hace una pausa en su trayecto a la casa o al trabajo.

No muy lejos de la escena anterior, un magnífico guitarrero anónimo, entona con gran talento una chacarera tras otra y emociona a quien se maravilla de que semejante músico, munido apenas de un pequeño dispositivo de sonido, dispense tal bagaje de emoción para quien quiera escucharlo.

Es en estos casos, concluyendo, cuando surgen los versos de Víctor Heredia, para recordar que, pese a todo, a tanto desánimo y decepción reinantes, sin embargo:

“La vida va, sin pedirnos nada y que todo es hermoso y no cuesta nada”.

  • Alejandro Flynn – uno que escribe
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