Si al andar por las calles de Neuquén (aunque podría decirse las de cualquier otro lugar) se detiene uno, una, a mirar en torno de sí, verá que la figura repetida de las personas atentas al celular que llevan en la mano es constante y permanente. La sensación es la que lleva a admitir que no hay vuelta atrás y que ya no puede haberla, en este vínculo de dependencia de la persona, con esa suerte de estupefaciente virtual en torno de la irresistible adicción, muchas veces tóxica, que genera.
La impresión que emana de esta hipnótica sujeción a las pantallas (como una percepción que pareciera alertarnos desde algún rincón del alma) es que algo no está bien acá. Como si la explosión tecnológica desmesurada del último medio siglo hubiera sobrepasado con creces el ritmo natural de la evolución humana. Entonces es como querer cocinar una torta en cinco minutos, cuando el proceso requería una hora. O como quemar por fuera el asado y dejarlo crudo por dentro, porque no podemos esperar, porque todo debe ser ya, ahora mismo.
Resulta entonces que nos sucede con internet lo que alguien definió con certeza alguna vez, diciendo que el caudal virtual recibido en forma de tsunami de datos, de sideral aluvión “informativo”, podría compararse con el de un sediento en el desierto, ese al que no se le sacia la sed de a sorbos, sino con el chorro de agua de una manguera de bomberos. Es decir, la intensidad de la presión recibida le rompe la boca, pero no le da de beber.
Por otra parte, a veces (cada vez más raras veces) si se observa mejor puede descubrirse una vista que en nuestra región se compara a la extrañeza que provoca escuchar todavía, de vez en cuando, la flautita del afilador de cuchillos y tijeras, la de aquel hombre que rema lento en su bicicleta, como si se negara a dejarse arrastrar por el remolino del vértigo demencial que lo rodea. Y es el caso de encontrarse de pronto con alguien leyendo un libro. Tan curiosa pasó a ser esta estampa que suele suceder que nos demoremos un instante en la reflexión cuando somos espectadores de ella ¿Qué estará leyendo?, pensamos, por ejemplo. Y hasta se da el caso de intentar atisbar disimuladamente la tapa (quizá por aquello que cuentan de que dar con un libro en las manos de alguien, título o autor que también nos gusta, es advertir un “libro recomendándonos a una persona”).
La torta, el asado, el afilador y el libro respetan el natural devenir del curso del tiempo. La tecnología, en cambio, no parece reparar en ello.
Ya un par de décadas atrás, comentaba una prestigiosa profesora universitaria de la región que, a través de una metódica observación sostenida, habían descubierto en las altas esferas educativas del llamado primer mundo, que se estaba produciendo un hecho significativo en el área de la adquisición del conocimiento. Se logró determinar que la lectura de textos en pantalla era sensiblemente más pobre, en aprehensión y fijación de contenidos, que la que obtenían quienes accedían a las mismas fuentes, pero a partir de libros de papel. Lo denominaron “efecto papiro”, el que se desprende al leer un texto de modo vertical, tal como se realizaba en la antigüedad desenvolviendo los rollos del soporte construido a base de los juncos de dicha planta y en el sentido idéntico en que sucede hoy, en general, con celulares u ordenadores cuando se lee de abajo hacia arriba o viceversa.
La aparición del códice, o sea el formato libro de papel, consagrado luego por la invención de la imprenta, se eleva como una revolución tecnológica que todavía hoy no puede ser superada. De hecho, el mencionado “efecto papiro”, si se quiere, y por lo dicho antes, deriva en una suerte de involución con respecto a la eficacia de la lectura en papel, con la acción de pasar sus páginas hoja por hoja.
Decía el semiólogo Umberto Eco que “el libro, como la cuchara, son objetos imposibles de mejorar, irreemplazables, desde el inicio de los tiempos”.
Volver al libro de papel y a su poder convocante, de alcance y efectividad superior, podría ser parte de un camino por recuperar la sensibilidad y la sabiduría que las pantallas suelen desnaturalizar.
Y leer, por, sobre todo, leer.
Alguna vez le preguntaron al escritor Ray Bradbury cómo imaginaba el futuro, en estos tiempos de invasión digital descontrolada. Y Bradbury, que producía sus textos en una vieja máquina de escribir y que, como buen poeta que también era, desconfiaba profundamente de los nuevos espejismos cibernéticos, tras reflexionar un momento, respondió: “El futuro será de los que lean”.
Tal vez no, pero suena hermoso.
- Alejandro Flynn – uno que escribe