ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Elogio de las ramas

Ya se escribió sobre un necesario “elogio de la lentitud” y también quien lo hizo de la sombra. Igualmente lo hubo dedicado a la fragilidad, al árbol y a la planta y todos de alguna manera guardan vinculación entre sí. Más allá de aquel homenaje al árbol, en su totalidad unitaria, estas líneas van dirigidas hacia algo más específico todavía:  sus ramas, es decir sus brazos.

Por eso esta reflexión quiere dirigirse a su elogio y en particular a la celebración del irse por ellas, transgresión de tan mala fama y tantas veces vituperada cuando el que se deja seducir por ella es arrastrado por tal tentación.

Si el ave, exceptuando al pájaro carpintero, se posa en ellas, en las ramas y no en su tronco ¿cómo no iba a querer aquel, que busca sediento la esencia de todo, internarse follaje adentro para admirar el misterio de las sendas laterales? La sentencia del “se fue por las ramas” reprime siempre al aventurero y lo conmina a que vuelva a la marcha original, a que se limite apenas al tronco del árbol.

La practicidad, lo denominado “útil”, lo concreto, el “aprovechamiento del tiempo” se imponen sobre la libertad de lo desconocido. Pero las aves, afortunadamente, ignoran la palabra humana y se van alegremente “por las ramas”.

Y cuando el orador, la oradora, también se sumergen en ellas, contándonos algo que llama desde un recodo, fuera de la ruta mandada, lo que hace es proponernos alcanzar el fruto que está más allá, la flor que enriquece la historia.

Quien desde el principio de la existencia se internó demorándose por los desvíos, incluidos los de su alma, fue más de una vez quien, paradójicamente, no sólo no lo perdió sino que por el contrario se adelantó a su tiempo.

Sin embargo, está decretado que está mal apartarse, que “no paga” la pausa, que sólo acredita la velocidad, porque “no hay un minuto que perder”.

Estas líneas nacen de la idea de que, en todo caso, la auténtica pérdida de tiempo, la verdadera (“tremenda distracción” diría Silvio Rodríguez) es justamente, hacer lo contrario, es decir ceñirse a lo que “debe ser”, a lo estricto, a “lo práctico y útil”, según mandan los cánones de la molicie. Se impone no prestar atención a la gota de rocío que cuelga de un extremo de los brazos del árbol y que pide ser admirada, como la flor que, según Jung, se abre para que la veamos. Y hasta se esgrime, en la penosa desacreditación de lo que llaman “perder el tiempo”, esa otra patraña justificadora de todo cerrojo del alma, denominada “sentido común”, que no es sino uno más de los pringosos latiguillos, esos con los que nos azota la tradición conservadora desde el inicio de la humanidad y que suelen provenir de “esa careta idiota que tira y tira para atrás”, al decir de Charly García.

Al hondo “elogio de la lentitud” que brillante imaginó alguien (tema al que hasta le dedicó un tratado) quiere arrimarse acá la celebración de este otro valor, que, como aquel, es igualmente descalificado: el elogio de las ramas y el del irse por ellas.

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