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Allende, salvador de la dignidad

Hace 51 años, las Fuerzas Aéreas Chilenas iniciaban, a las 11 de la mañana con 52 minutos, el bombardeo al Palacio de La Moneda. Atacaban su propio palacio presidencial. No es el único caso en América Latina. La Aviación Naval y Fuerza Aérea de nuestro país bombardearon la Casa Rosada y Plaza de Mayo el 16 de setiembre de 1955, exactamente tres meses antes del derrocamiento del entonces presidente Juan Domingo Perón. Esta práctica de bombardear por sorpresa, utilizada después en Chile, tuvo dos objetivos: hacer efectivo el golpe y llenar de terror a la población.

El 11 de setiembre del 73 hubo otras embestidas en Santiago que han sido menos difundidas. Bombardearon Radio Corporación, perteneciente al Partido Socialista, y Radio Recabarren, propiedad de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Radio Candelaria, Radio Portales y Radio Pacífico fueron otras de las emisoras alcanzadas por las bombas de los aviones. La última que quedó al aire fue Magallanes, la cual transmitió el último mensaje de Salvador Allende. “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano; tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición. ¡Viva Chile! ¡Viva el Pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”.

Otro objetivo del ataque aéreo fue la casa del presidente Salvador Allende, ubicada en la calle Tomás Moro, en la zona oriente de Santiago. Mientras que los disparos sobre el hospital Militar, ubicado en la misma calle, fueron un “error de precisión”: el piloto se equivocó de objetivo. Pero eso no impidió que otro de los pilotos de la Fuerza Aérea atacara el verdadero objetivo: la residencia de Allende.  Hortensia Bussi, su esposa, logró escapar.

Las bombas golpistas caían sobre La Moneda mientras Bolivia estaba bajo el gobierno de facto de Hugo Banzer, Brasil llevaba ya nueve años con un régimen militar que perduraría muchos años más, Uruguay era gobernado por Juan María Bordaberry, quien después iría a la cárcel por delitos de lesa humanidad, y en nuestro país las Fuerzas Armadas se preparaban para tomar, casi tres años más tarde, el poder e iniciar una feroz dictadura. El contexto de los países del sur de América indicaba que ese ataque era ordenado desde el norte del continente. Cinco horas antes del bombardeo, ya en La Moneda y ante la información que anunciaba que estaba en marcha un plan para derrocar al presidente, el propio Allende preguntaba: “Cómo está Augusto”, por Pinochet. Con los antecedentes de lealtades de quienes habían sido Comandantes en Jefes, tanto el General René Schneider como el General Carlos Pratt, Allende confiaba plenamente en la lealtad de Pinochet.

Schneider y Pratt fueron asesinados. El primero, en manos de un grupo de derecha y agentes de la Central de Inteligencia Americana (CIA), en octubre de 1970. El asesinato fue decidido en una reunión, el 15 de septiembre de 1970, entre Henry Kissinger, secretario de Estado de Estados Unidos, y el presidente Richard Nixon, quienes le dijeron al director de la CIA, Richard Helms, que era necesario “hacer gritar a la economía [chilena] y explorar el tema del asesinato de su Comandante en Jefe”. El segundo, fue asesinado junto a su esposa en Buenos Aires, por orden de Pinochet y en manos de un norteamericano, agente de la CIA, que prestaba servicio para la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional de Chile).

Salvador Allende era el primer socialista en llegar al poder por voto popular en la historia, lo que generaba gran admiración y lo convertía en una figura a nivel mundial, principalmente en Europa.  No había surgido de una lucha armada revolucionaria como Fidel Castro o el Che Guevara. Era un político de la vieja escuela, que negociaba, conversaba y tenía diálogo con todos los sectores. El ataque pinochetista fue un golpe artero a una propuesta socialista y principalmente, a una tradición democrática, garantizada por las mismas Fuerzas Armadas de Chile. Allende era una persona respetada, porque él respetaba las reglas del juego. Recordemos que Guevara le regaló una copia de su libro “La guerra de guerrilla” y, en la dedicatoria, le escribió: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. Se podría decir que fueron amigos desde que se conocieron, allá por el 20 de enero de 1959 en La Habana, a pocos días del triunfo de la Revolución Cubana.

El mundo lo admiraba, más allá de su posicionamiento ideológico. Al finalizar su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 1972, recibió una ovación de pie, que sólo se repitió en 2013, cuando Nelson Mandela ocupó el mismo estrado.

Desde el imperio norteamericano y las empresas transnacionales, sin duda, su gobierno era un mal ejemplo para el mundo y, en particular, para América Latina. Chile simbolizaba lo que un Pueblo es capaz de hacer, con una clase trabajadora dispuesta a dar batalla por una sociedad igualitaria en el marco de una democracia liberal.

“¡No voy a renunciar! Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, anunció Allende horas antes de pegarse un tiro ante el inminente asalto de su despacho por las tropas del general Augusto Pinochet. En una alocución, con la belleza de una vida de lucha, decepcionado, pero no triste, Allende se definió como “un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia”. Seguramente que “más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”, simplemente, porque “la historia la hacen los pueblos”.

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