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CULTURA OPINIÓN

Sobre algunas películas y festivales de cine

En estos días el Concurso Nacional de Cine Independiente de Cipolletti va tener su cuadragésima edición. Este festival nació en 1984 impulsado por un grupo de personas, quienes -alentadas por las facilidades que brindaban las cámaras de súper 8- decidieron empezar a exhibir sus películas amateurs ante un público más amplio que aquel que ofrecían sus hogares. Al mismo tiempo, buscaban establecer redes de colaboración con realizadores de otras regiones.

En la actualidad, el festival cipoleño es el evento en actividad con mayor cantidad de ediciones en todo el país. Incluso, supera por una al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, nacido en 1954 pero discontinuado por largos períodos debido a razones políticas muy difíciles de defender.

Más allá de los motivos celebratorios que pueden brindar los números redondos, el contexto que recibe a esta nueva edición no es el más alentador de cara a los próximos años. Lo que está sucediendo con los apoyos económicos estatales a las producciones audiovisuales ha tenido cierta presencia en la discursividad pública. Si miramos para atrás, encontraremos que los aportes del INCAA a las producciones nunca fueron suficientes, pero ahora ni eso. Tampoco hay un proyecto claro al respecto sobre el que se pueda discutir.

Algo similar sucede con los festivales, otra de las áreas vinculadas a la actividad cinematográfica. En este caso, después de muchos años de presencia del INCAA en los numerosos eventos que se desarrollan en todo el país, los apoyos se han cortado de cuajo. Los argumentos son más o menos los mismos y no tenemos espacio en esta columna para exponerlos a todos. Sin embargo, resulta pertinente visitar uno de ellos para comenzar a dar respuesta a la pregunta sobre la necesidad (o no) de financiar (en parte, porque al igual que con las películas, sólo han cubierto un porcentaje del presupuesto) la realización de festivales.

El argumento que suele esgrimirse para retirar o reducir el apoyo a la producción audiovisual refiere a la cantidad de espectadores para las películas y, podríamos pensar por extensión, para los festivales.

La idea que afirma que a esas películas las ven pocas personas es falaz desde el momento en el que la gran mayoría de ellas son objeto de diferentes modalidades de consumo, no necesariamente mensurables mediante el corte de boleto o la cantidad de vistas. A esto hay que agregar que abordar en términos cuantitativos problemas vinculados a la producción artística parte de un desconocimiento importante de la lógica del consumo cultural, incluso desde la perspectiva mercantil que opera como trasfondo del planteo mismo.

El consumo cultural necesariamente demanda renovación: no vas a ver una película de modo similar al que comprás el mismo dulce de leche porque te gusta más que otro o un shampoo porque te deja el cabello sedoso. Cuando ves una película necesitás que en alguna medida te sorprenda, te corra del eje.

El consumo cultural demanda entonces de sus productos (sean películas o cualquier otro) ciertos rasgos de novedad. Ahora, ¿de dónde surgen esos elementos que vienen a refrescar las propuestas? En general, son los productos arriesgados en sus presentaciones formales, en sus temáticas y en las maneras de abordarlas los que ofician de usinas de renovación. Se trata de películas que supuestamente tienen escaso público, pero de las que, con el paso del tiempo, de acuerdo a procesos que no son instantáneos, se nutren los productos industriales que, tal vez, sí serán vistos en masa.

El Estado debería contribuir en el financiamiento de estas películas que salen del molde y promover también sus espacios de exhibición por el sólo hecho de reconocer en la diversidad un valor que mejora nuestras vidas. Este constituye un argumento suficiente. Pero parece que no es así para quienes deciden en la actualidad las políticas culturales desde los estamentos nacionales. Aunque no les interese promover la diversidad mediante la financiación de películas y festivales, tampoco han demostrado mayor entusiasmo en -y este es un argumento para jugar en su campo- el desarrollo de la actividad industrial en el espacio del arte y la cultura. Ni siquiera en el nivel más básico que implica reconocer que en la producción y circulación de esas películas trabaja gran cantidad de personas con un nivel de creatividad y profesionalismo que no deja de ser reconocido a escala internacional.

Sería ingenuo pensar que en la contemporaneidad gran parte de la producción artística no está atravesada por la lógica del mercado, pero también es cierto que aun en esos casos no todo se reduce a ella. Existe otra dimensión vinculada a la creación, a la ruptura, a desplegar nuevas miradas sobre la realidad de la que formamos parte. En muchas de sus manifestaciones, la actividad cinematográfica y audiovisual es un ejemplo recurrente de esta dualidad. Al pretender desfinanciar el último aspecto no se hace más que llevar esa parte de la realidad de nuestras condiciones de producción artística a niveles de precariedad inimaginables hace poco tiempo atrás.

Por Ignacio Dobrée- Miembro de la organización del Concurso Nacional de Cine Independiente de Cipolletti

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