Su único lugar para pasar el resto de su vida debe ser la cárcel. La cárcel común. Tiene 83 años y desde que se reiniciaron los juicios por crímenes contra lesa humanidad, lleva en sus espaldas varias condenas en su contra por secuestros, torturas y asesinatos en el circuito de los centros clandestinos de la última dictadura militar, como Atlético, Banco, Olimpo, Automotores Orletti y La Escuelita de Neuquén. Y aún hoy sigue siendo investigado y enjuiciado.
No tiene profesión alguna, no pasó por ninguna institución militar ni liceo, ni nada que se le parezca. Su vocación de siempre fue ser espía y represor. Con esos “ideales”, a mitad de los años 60, se incorporó como agente civil al Servicio de Inteligencia del Ejército, donde usaba el alias Ángel Rogelio Guastavino y se hacía llamar “Mayor Guastavino”.
Para llevar adelante sus tareas de espionaje se disfrazaba de periodista y se amparaba detrás de un carnet del diario Sur Argentino, propiedad de los hermanos Sapag (entre ellos, Felipe y Elías, referentes principales del Movimiento Popular Neuquino) y trabajaba como periodista deportivo en LU5, la radio de mayor audiencia en Neuquén. Su labor real no pasó desapercibida para nadie; todos en Neuquén sabían que no era un hombre de prensa sino que era “servicio”.
Hasta esa provincia del sur de la Argentina, arribó a fines de los ’60. En ese entonces, Neuquén no albergaba esa vasta extensión geológica llamada Vaca Muerta, que varias décadas después se convirtió en un punto focal de la industria de hidrocarburos no convencionales a nivel mundial, sino que emergía en Villa El Chocón la central hidroeléctrica que se transformaría en una pieza fundamental del sistema energético del país. Miles de personas de diversos oficios, provenientes de todos los puntos del país y del exterior, llegaron esperanzados a ese pequeño pueblo para construir “La Obra del Siglo”. Pero las condiciones de vida y de trabajo, que se llevó la vida de varios obreros, y las cuestionadas formas de conducción gremial provocaron reclamos que se transformaron en una huelga que se extendió entre la segunda quincena de diciembre de 1969 y los últimos días de marzo de 1970, en plena dictadura de Juan Carlos Onganía.
En ese contexto de resistencia y lucha obrera actuaba el “Mayor Guastavino”, infiltrado como agente operativo de la represión en las asambleas obreras y como miembro de la seguridad de la empresa.
Para Juan Chaneton (autor de “Dios y el Diablo en la tierra del viento. Cristianos y marxistas en las huelgas de El Chocón”), la incursión de Guglielminetti en El Chocón fue una suerte de “acto preparatorio” de su actividad posterior, que desplegaría a partir del 24 de marzo de 1976 como agente operativo del terrorismo de Estado. Y por qué no en las acciones previas a ese tiempo de oscuridad y terror que dejó 30.000 desaparecidos.
Exactamente dos años después de ser echado de LU5 por el arribo de Héctor Cámpora a la presidencia, en marzo de 1973, reapareció portando una pistola en su cintura y convertido en mano derecha del rumano Dionisio Remus Tetu, un anticomunista ferviente que, en febrero de 1975, fue designado interventor en la Universidad Nacional del Comahue, previo a su paso por la Universidad del Sur de Bahía Blanca. En los pasillos y en las aulas de la UNCo se desplazaba el “Mayor Guastavino” liderando al grupo local de la organización parapolicial Triple A.
Remus Tetu representó en esta universidad, como en la de Bahía Blanca, el autoritarismo más extremo, suprimió carreras, prohibió profesores, contenidos y libros, persiguió docentes y estudiantes, y realizó el trabajo sucio (y perfecto) que completó unos años después la dictadura militar.
La patota de Remus Tetu caminaba por los pasillos de la universidad. “Andaban armados y mostraban las armas para infundir terror”, describió María Pilar Sánchez Cuesta, una de las estudiantes de la Facultad de Economía de aquellos años oscuros, cuando declaró ante los jueces del Tribunal en uno de los juicios en Neuquén, donde Guglielminetti formaba parte de los represores acusados. “Remus Tetu estaba rodeado de matones, que iban al comedor estudiantil, se sacaban sus sacones y apoyaban las armas arriba de las mesas para intimidar, para infundir terror. Nosotros los teníamos identificados porque ellos se ocupaban de que nos diéramos cuenta de que eran los matones. Entre los matones estaba Guglielminetti”, contó Sánchez Cuesta. La universidad estaba comandada por un rector fascista rodeado de matones.
Poco después llegó el golpe cívico-militar del 24 de marzo. Ese mismo día, asignado en la Delegación Neuquén de la Policía Federal como parte del Servicio de Inteligencia del Ejército, Guglielminetti encabezó el operativo de secuestro del docente Orlando “Nano” Balbo, a quien torturó y golpeó en sus orejas hasta dejarlo sordo en el edificio que fue y sigue siendo el lugar de esa fuerza federal, en la calle Santiago del Estero 136 de la capital neuquina.
Balbo nunca recuperó la audición pero no perdió la memoria. Balbo recordó siempre, hasta su muerte en febrero de 2023, cada segundo de aquella mañana en la que derribaron la puerta de su casa y el primero que apareció con una Itaka fue Guglielminetti. Balbo lo identificó como la persona que en la sala de torturas era el encargado de levantar o bajar la mano para que le sigan aplicando la picana.
Muchas de las víctimas que pasaron por las salas de torturas de la Delegación de la Policía Federal como del centro clandestino “La Escuelita” pudieron reconocer la voz de Guglielminetti, porque les había quedado registrada cuando hacía de periodista en LU5.
Treinta y seis años después, Balbo estuvo frente a su torturador, quien ahora estaba sentado en el banquillo de los acusados junto a jefes militares, suboficiales, civiles que trabajaban en Inteligencia del Ejército, personal de Gendarmería y comisarios retirados que integraron el área de Inteligencia de la Policía o la jefatura de comisarías de Río Negro.
Aquel fue un luminoso día de justicia. Frente a su torturador, Balbo contó todo. Citó a Kafka en relación a la espera como castigo más terrible que el castigo en sí, y al escritor italiano de origen judío y sobreviviente de Auschwitz Primo Levi que dijo “si comprender es imposible, conocer es necesario. Porque aquello que ocurrió puede retornar. Las conciencias pueden ser nuevamente seducidas y oscurecidas: incluso las nuestras”. En ese juicio, Guglielminetti fue condenado a 12 años de prisión.
Entrada la democracia
Cuando la Argentina recuperó la democracia, quien había sido uno de los miembros civiles más “sobresalientes” de los grupos de tareas de la feroz dictadura, se supo reciclar. El presidente Raúl Alfonsín nombró a un exsuboficial del ejército como subsecretario de la Presidencia. Dante Giadone armó un grupo que actuó de servicio de inteligencia paralelo a la SIDE (Secretaría de Inteligencia de Estado) con la finalidad de que les brindara datos de primera mano, es decir información útil para el gobierno. Así fue que algunos militares sugirieron el nombre de Guglielminetti, quien quedó al frente de un grupo de inteligencia que reportaba directamente a la Subsecretaria General de la Presidencia. Tuvo total libertad para incorporar a varios de sus colegas que habían actuado en los centros clandestinos de detención en la dictadura. No tardó en llegar a las manos de Alfonsín informes que daban cuenta de la oscura historia de Guglielminetti, no sólo por su accionar a partir del 24 de marzo de 1976 sino también en secuestros extorsivos de empresarios para quedarse con dinero y propiedades. Por esos días, también circularon imágenes en las que aparecía cerca del presidente Alfonsín como si se desempeñara como custodio presidencial. En realidad, como definieron Eduardo Anguita y Daniel Cecchini, Guglielminetti era un viejo agente de Inteligencia que trataba de espiar al presidente surgido de las urnas.
En 1985 fue detenido por las denuncias en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) en la que lo señalaban como miembro de la patota del centro clandestino de detención Automotores Orletti. Pero las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que intentaban cerrar las investigaciones por los crímenes ocurridos durante el terrorismo de Estado y lograr impunidad, le permitieron a Guglielminetti transitar durante varios años en una libertad injusta y en absoluta inmunidad e impunidad a pesar de los crímenes cometidos durante la represión ilegal.
Las víctimas del terrorismo de Estado debieron aguardar casi dos décadas para la reapertura de los juicios, a partir de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de perdón (la de Obediencia Debida y la de Punto Final), que les permitieran llevar al estrado a los torturadores, violadores y asesinos que formaron parte de los grupos de tareas.
Una tarde de agosto de 2006, mientras disfrutaba de la tranquilidad y el paisaje en su quinta “La Mapuche”, ubicada a la altura del kilómetro 100 de la Ruta Nacional 5, en Mercedes, provincia de Buenos Aires, Guglielminetti fue detenido por orden de la Justicia Federal.
A sus 64 años, el “Mayor Guastavino” no ofreció resistencia, mientras pensaba que todo ese despliegue de fuerzas policiales y personal judicial iba a ser sólo un mal momento y que muy pronto iba a volver a disfrutar de las tardes tranquilas y el pasto recién cortado de “La Mapuche”.
Frente al juez federal Daniel Rafecas, quien había ordenado su traslado a la cárcel de Marcos Paz, negó haber cometido crímenes de lesa humanidad y atribuyó su detención a cuestiones políticas. Sin embargo, reconoció haber desempeñado tareas en el Servicio de Inteligencia del Ejército, entre 1971 y 1979, pero aseguró ser ajeno a los delitos que se le imputaban como integrante del Batallón 601.
Desde entonces fue condenado por varias causas, incluida la prisión perpetua. En los juicios realizados en Neuquén donde estuvo acusado, Guglielminetti recibió en 2021 la condena a perpetua dictada por el Tribunal Oral Federal 1; en tanto recayeron en él penas a 8 años de prisión en 2012 y en 2016. A esto se le deben sumar otras tantas condenas en juicios de otras jurisdicciones.
También sus defensores solicitaron en varias oportunidades la prisión domiciliaria para el represor con la justificación de su avanzada edad. Ningún tribunal le otorgó dicho beneficio.
El tiempo en la cárcel de Ezeiza, donde cumple sus condenas, sumado a las posturas negacionistas sobre lo ocurrido entre 1976 y 1983 que enarbola el gobierno de Javier Milei, y una férrea defensa y reivindicación de lo actuado desde el Estado en aquellos años, posibilitó a Guglielminetti pensar en escribir un proyecto con iniciativas para lograr la prisión domiciliaria para él y el resto de los represores que están presos en condiciones de privilegio en relación a cualquier otro detenido en el país.
Fue el mismo Guglielminetti quien el 11 de julio de este año le entregó a Beltrán Benedit, diputado de La Libertad Avanza, un sobre color madera que en su interior contenía un documento titulado “Ideas para la prisión domiciliaria”. Beltrán Benedit, que considera a los represores excombatientes que libraron batallas contra la subversión marxista, junto a otros cinco legisladores de ese partido visitaron a 12 militares y represores presos que cumplen sus condenas en la cárcel de Ezeiza.
La visita de Benedit y de los diputados María Fernanda Araujo, Rocío Bonacci, Guillermo Montenegro, Lourdes Arrieta y Alida Ferreyra quedó registrada en una fotografía donde posan Alfredo Astiz, integrante del Grupo de Tareas de la ESMA y dos veces condenado a prisión perpetua por crímenes cometidos en ese centro clandestino de detención, Guglielminetti; Mario Marcote, ex miembro del Servicio de Informaciones de la Policía de la provincia de Santa Fe; Carlos Suárez Mason (h) y Adolfo Donda, condenados a prisión perpetua por crímenes cometidos en la ESMA; Miguel Britos, Honorio Martínez Ruiz, Julio César Arguello, Juan Manuel Cordero, Gerardo Arraez, Antonio Pernías y Juan Carlos Vázquez Sarmiento. Represores que suman condenas por más de 4.000 casos de secuestros, asesinatos, desaparición forzada de personas, torturas, violaciones, apropiación de bebés nacidos en cautiverio.
En la fotografía, los diputados y los represores sonríen. Sonrisas que ponen en evidencia que están dispuestos a emprender una batalla contra la memoria, de librar una guerra sucia contra la memoria, la verdad y la justicia.
Ese es el sueño de Guglielminetti a los 83 años, el que tuvo en sus manos el poder de la vida y la muerte.