ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Los tiempos del mal

Una suerte de herrumbre salitrosa se extiende entre las personas en tiempos de maldad. Son los seres que cotidianamente se cruzan a diario unos con otros. Es como una yerma neblina que supera incluso la epidermis de las cosas para convertirse en piel de la gente misma.

Si se afina la percepción (y no es necesario agudizarla demasiado) se advierte en torno este fenómeno creciente.

Ingresando en alguna oficina pública por un trámite, o recurriendo a los comercios, simplemente, o al intentar cambiar saludos con un vecino, se siente que la sal ya no es sólo cosa que aflora a la vista en las veredas o en los bordes de los terrenos baldíos. Se trata de algo mucho más hondo, de un erial interior creciendo por dentro de todos y de cada uno, cada una. El que de a poco seca de lo hondo a lo externo, quemando los afectos, el modo cordial, la mirada solidaria. Sólo síntomas de algo más profundo.

La sal y la soledad tienen mucho de sinónimo, aunque se quiera creer que la frescura del abrazo estrecho todavía es posible y que la exuberante selva multicolor de todos, de todas, la oculta, puede vencer la extinción que de a poco va secándola. Imaginar aparece entonces necesario, el volver a los ojos y a las miradas para encontrar el rumbo del abrevadero, allí donde el oasis puede derivar en arroyo y tal vez luego, otra vez, en río caudaloso.

Si el regreso a la caverna salvaje de los inicios es lo que se manda y hasta reglamenta será entonces la soledad el resultado y de ella se desprenderá la impotente indefensión de cada uno, de cada una, para poder afrontar la existencia.

Que no existe salvación individual, que no la hay sino es de la comunidad conjunta, se presenta como una verdad que se ignora o que no interesa. Los rasgos de la bestia asoman cuando la otra persona ya no es hermano ni hermana sino enemiga.

La sal desborda, se derrama, crece, cunde, quema los campos vegetales en tiempos de desamor, pero también los del alma sedienta que pide a gritos saciar su sed. El mal se ha institucionalizado y obra desde el poder como un ente amorfo, como un virus que en vez de atacar los órganos de la respiración lo hiciera con los sentidos del raciocinio, pero, por sobre todo y especialmente, con los de la ética y los valores humanos.

La guerra eterna entre el bien y el mal, le llaman, se inicia con el principio de los tiempos y daría la impresión de ser, efectivamente,  infinita. Como el oso que durante meses hiberna en su cueva hasta los tiempos en que el sol regresa, así será que quizá se proponga la alternativa de resistencia.

Pero que al menos en el propio refugio, en la obligación de esa caverna, en el recinto íntimo donde quedan aún los seres amados, no se apague la brasa, la del fuego, la que los primeros pobladores del mundo protegían con sus propias vidas. Esa llama que no deja de dar pelea.

Y la sensación de que habrá que hacer algo más, intentar lo que haga falta, porque, de otro modo, la sal (asedio hasta ahora, a punto del asalto último), vencerá definitivamente a la sangre.

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