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Lenguas imperfectas

“En cierto sentido, cualquier lengua, al igual que cualquier madre, lo sabe todo”.

John Berguer, Puerca Tierra, 1979.

“¿Sabías que en guaraní no existe la palabra “adiós”, sino que siempre se dicen “hasta nuestro próximo encuentro”?” Seguramente ya leíste alguna publicación que comenzaba así, o parecido. O que en japonés nunca dicen “no”, sino que prefieren una expresión tipo “sí, pero más tarde”, o que en un dialecto africano no existe la palabra “ganar” porque siempre se aseguran de compartir todo. Ese tipo de afirmaciones pululan en las redes sociales, procurando destacar la sabiduría colectiva de culturas convenientemente lejanas o ajenas a la que se supone comparten quien hace y quien recibe esas publicaciones. Siempre me molestó su doble filo, porque mientras idealizan (y
por lo tanto mistifican) una cultura digamos “exótica”, naturalizan el individualismo y el
materialismo que supuestamente definen a “nuestra” cultura.
Para decirlo de una manera provocativa, creo que todas la lenguas son iguales (acá espero
que pongas cara de sorpresa). Claro, el fenómeno de la diversidad lingüística es muy observable y cualquiera que haya estado en medio de personas que hablan un idioma que desconoce lo sabe perfectamente. ¿Cómo van a ser todas iguales entonces? Podemos decir que el léxico –o sea las palabras- y la sintaxis –o sea las reglas de formación de frases- sí presentan una enorme variedad, como también lo hacen los sonidos que se utilizan. Pero por debajo de estas diferencias superficiales
hay similitudes mucho más profundas y estructurales que a menudo pasan desapercibidas justamente por lo llamativo de las diferencias ya mencionadas.
Primera similitud: sea cual sea la lengua, si exponemos a su uso cotidiano a una persona de entre uno y cuatro años mientras le brindamos los cuidados afectivos que por su corta edad necesita, al cabo de un tiempo sorprendentemente breve y sin que nadie se dedique puntualmente a enseñarle, la criatura ¡hablará esa lengua sin importar lo “difícil” que le pueda parecer a quien no la conoce!
Segunda similitud: cualquier lengua utiliza entre 25 y 30 sonidos para formar todas las
palabras que utiliza. Estos pueden cambiar mucho, desde el gutural profundo casi saliendo del esternón que utilizan algunos idiomas africanos hasta el nasal que sale casi del entrecejo que pronuncian en francés, pasando por toda la gama intermedia. El aparato fonador humano posee un amplio registro sonoro, pero cada lengua selecciona no más de 30 sonidos. Hasta que comienza a balbucear sus primeras palabras, una persona produce todos los sonidos de los que es capaz su garganta, pero a medida que se afianza en el uso de su lenguaje va priorizando los sonidos comunes
a su lengua hasta que los ajenos le resultan difíciles de producir, como a quienes hablamos español nos cuesta pronunciar esa “o” tachada que usan los lenguajes nórdicos o a quienes hablan francés les cuesta la doble r española: cuando éramos bebés ninguno de esos sonidos nos resultaba complicado.
Tercera similitud: la extensión de una frase normal es la misma sea cual sea el idioma. La
lengua es un fenómeno primordialmente oral, algo que quienes nos desarrollamos en culturas
escritas solemos pasar por alto. Y la expresión oral depende del uso del aire contenido en nuestros pulmones, de ahí que el largo de la frase naturalmente está relacionado con la capacidad pulmonar promedio de las personas, que por otra parte es bastante regular. Hay más similitudes, pero con estos tres ejemplos creo ilustrar la perspectiva que me interesa. Las lenguas son todas iguales porque las personas son todas iguales. Claro que hay notorias diferencias entre la gente pero es evidente que nuestras similitudes no son menos importantes.
Después de pensar bastante acerca de por qué me molestaban tanto esas publicaciones,
me di cuenta de que me producían el mismo fastidio que las “epistemologías ad hoc”. A nadie le resulta ajena la intuición de que hay algo en el lenguaje cuya perfecta comprensión está más allá de nuestro horizonte de complejidad. Ese misterio ha sido reconocido por las y los hablantes de todos los tiempos como una dimensión mágica de las palabras. La comprensión corriente de las etimologías, que se desprende de las publicaciones más habituales, parece participar de esta intuición ancestral sobre los misterios del lenguaje y eso tal vez explica su potencia viral.
Cuando alguien lanza definiciones como “recordar es volver a pasar por el corazón”, la
palabra en cuestión queda como imbuida de una potencia esencial: transmite aún aquello que yo no sabría decir. Ese esencialismo es lo que tienen en común las mistificaciones de las lenguas ancestrales y las etimologías de salón. Yo creo que estamos en vivo y nos arrojan cada vez hacia un instante futuro de incertidumbre cuántica y no hay esencias y si creemos verlas por todos lados es porque en nuestro profundo cerebro de reptil anida esa intuición de que todo lo sólido se desvanece en el aire y necesitamos aferrarnos a algo y que cuando cedemos a esa tentación de la certeza que nos confirma damos un paso hacia el fascismo. Continuará.

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