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INTERÉS GENERAL

Las que no tuvieron infancia, hoy tienen aula

Entran despacio, algunas con bastón, otras del brazo de una compañera. Sus edades van de los 70 a los 80 y tantos. Visten con cuidado. Se arreglaron como para un acontecimiento. Y lo es: van a la escuela.

Me invitaron como fotoperiodista a dar una charla sobre violencia de género, feminismo, patriarcado, etc., en el Centro de Educación Básica para Adultos N° 36 de Cipolletti. Pero fui sobre todo a escuchar, a mirar, a conocer esas vidas que no suelen tener micrófono. Llevé algunos juegos con palabras, como para romper el hielo y reafirmar las palabras, pequeñas llaves para abrir la memoria. Luego les propuse escribir una palabra sobre cómo se sentían hoy. Y las palabras salieron como brotes. Una escribió: LUCHADORA. Otra: LINDA Y FUERTE en color naranja y rojo. Otra: ME SIENTO CAPAZ E INDEPENDIENTE, en color rojo y un corazón que tranquilamente concuerda con su nombre que me pareció hermoso: Balsamina.

Pero hubo una historia que, antes que iniciemos los juegos, fue leída en voz alta y estaba escrita en puño y letra por ella, María Emita Muñoz, de 71 años. Escribió esto: “Me llamo María Emita Muñoz, nací en Lago Puelo, provincia de Chubut. Tengo 71 años. Vengo a la escuela porque quiero aprender lo que no pude cuando fui chica. Quedé sin papá y mi mamá se fue. Éramos cuatro hermanos chicos: dos mujeres y dos varones. Nos criamos con una tía muy buena, pero íbamos a la escuela cuando queríamos. Salíamos a pescar, cosechábamos mosqueta, caminábamos mucho. Quedé sin padres cuando tenía 13 años. Sufríamos mucho, pero no nos dábamos cuenta. Mi infancia fue en El Bolsón, Río Negro. No teníamos ni zapatillas ni ropa, pero era feliz”.

Continuó así: “Bueno, tuve 9 hijos: 4 mujeres y 5 varones. No me quejo de nada. Gracias a Dios que me ha dado salud. Todavía trabajo, voy a un taller de pintura y a resina y vengo a la escuela. Me gusta mucho, porque tengo buenas compañeras y aprendo muchas cosas nuevas, lo que no pude hacer cuando era chica. Así que les diría a las personas que se animen, que no se van a arrepentir. Todo lo que hago me ayuda a olvidar todo lo que pasé.”

Hay cosas que no se dicen cuando se habla de ser analfabeta. Como la vergüenza de tener que firmar con una cruz. El miedo a un formulario. La costumbre de asentir para no quedar expuesta. El silencio como refugio.

Varias de ellas arrastraron ese silencio durante décadas. Hasta ahora. Porque ahora están sentadas en un aula, con una carpeta nueva, con su cajita de lápices de colores como usábamos en la primaria, volviendo a escribir su nombre. Porque ahora se animan a decir: yo también tengo algo para contar.

En Argentina, más de 700 mil personas adultas no saben leer ni escribir. La mayoría son mujeres. Porque la desigualdad también se escribe. Y se hereda. Durante años, ellas criaron, trabajaron, cuidaron, sobrevivieron… pero no aprendieron a leer. No por falta de ganas, sino por falta de oportunidades.

Fotografié a cada una con su cartel. Era un gesto pequeño, íntimo, pero también político. Registrar esas voces, ponerlas en foco, dejar constancia de su existencia, de su derecho a aprender, a estar, a nombrarse.

No sé si fui a dar una charla o a recibir una lección. Salí con el corazón lleno y con la certeza de que nunca es tarde. Hoy en un aula del Alto Valle patagónico están ellas: María, Balsamina, Magdalena, Erika, Carmen y Luisa recuperando esa niña que no fueron, mirando el pizarrón y escuchando a su profe Marcos. Ellas que son pocas, pero suenan a multitud porque son unidas, compañeras y tejen letras juntas.

En un país que las olvidó, ellas se están escribiendo solas la historia.

Porque leer no solo es un derecho: es el primer acto de independencia.

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