SOCIEDAD

La traición

Ocurrió el 8 de marzo de 1872, en inmediaciones de lo que hoy es la localidad de Bolívar, hacia el centro de la provincia de Buenos Aires. Se produjo allí la batalla de San Carlos, entre las tropas del Ejército argentino contra las que comandaba el cacique Juan Calfucurá. En las filas que revistaron bajo las órdenes del general Rivas se contaban casi mil indios a cargo de los caciques Coliqueo y Cipriano Catriel. Ese choque -bisagra entre un mundo y otro- iniciaría el principio del fin de la dinastía de “Piedra Azul” y su pueblo y el comienzo de la ocupación definitiva de sus tierras, tras la invasión del hombre blanco y el consecuente exterminio final de sus legítimos pobladores originales.

Y sería en ese día crucial donde la traición pasaría a ocupar uno de los hitos de la vergüenza, los que durante todos los procesos sociales se sucedieron a lo largo de la historia. Porque un millar de combatientes borogas, pampas y ranqueles aliados al hombre blanco se dieron a asesinar a sus propios hermanos de sangre, el mismo “huinca” que había sido y seguiría siendo su crónico verdugo. Contaría el historiador Estanislao Zeballos (literal) que “Catriel brillaba en el campo como un general cristiano, por su decisión, por su pericia, por su ´lealtad´ y por su heroísmo” Se percibe que “lealtad” era, según la mirada del escritor, un atributo loable en tanto entendida como afín al blanco y no como -como lo que sería- una auténtica puñalada por la espalda hacia su propia gente. Catriel en persona dispuso, durante la batalla, fusilar a los combatientes que desertaban por negarse a enfrentar a los de su propia sangre. El historiador José “Pepe” Rosa, con una mirada diferente a la de Zeballos, opinaba que- palabras más, palabras menos- “Catriel peleaba con la furia y la energía de quien se sabe traidor”.

Y así, en todo el mundo y desde el principio de los tiempos, la traición operó en todas las formas dando lugar a la expresión de los rincones más sombríos del alma humana.

En nuestro país la conocería el creador del Justicialismo, cuando el dirigente sindical Timoteo Vandor propuso un “peronismo sin Perón” y también, algo más adelante en el tiempo, con la defección de su secretario personal, Jorge Paladino, sobornado por orden del gobierno del dictador Lanusse. “El maldito dinero” le diría, refiriéndose específica y literalmente al respecto, un apesadumbrado Perón, en persona, al padre del que suscribe en su casa de Puerta de Hierro en Madrid.

Luego, hacia 1989, se consumaría en nuestro país la madre de las traiciones, por medio de un candidato a presidente quien expresaría que si hubiera anticipado lo que iba a hacer nadie iba a votarlo. “El golfista de Anillaco”, sepultando todos y cada uno de los principios rectores de su propio partido – el justicialismo-, gobernaría al fin desde su extremo opuesto, aplicando la plataforma ideológica de los históricos enemigos acérrimos del creador del movimiento. Y hasta sería premiado con la reelección, en aquellos días ficcionales de “la plata dulce”, destructores del aparato productivo de la nación y promotores del saqueo y la entrega de la patria a los mercachifles de ocasión.

“Principios a la carta”, los definió brillantemente alguien a estos devaneos de las frágiles conciencias. O los de “Si no le gustan, tengo estos otros”, como apuntaría el humorista Groucho Marx.

En nuestros días, tal labilidad, puede servir a las personas para saltar como canguros por un cargo, obscenamente de un sitio a otro, hacia las huestes de nuevos gobiernos, ubicados en las antípodas ideológicas y éticas de la fuerza que antes defendían y que ahora abandonan, haciéndolo sin la menor vergüenza y hasta con parecida convicción a la de aquel empeñoso cacique Catriel.

Tal vez por el efecto obrado sobre el espíritu general de este tipo de recurrentes miserias humanas, lastres, rémoras de la ignominia, es que a las personas dignas les cueste cada día más recuperar el ánimo tan vapuleado y aprontar la energía necesaria para continuar retomando, una vez más, la pelea por la justicia y la solidaridad.

Porque quizá nadie como el oriental Alfredo Zitarroza lo haya enunciado con más nitidez, cuando en su “Adagio en mi país” escribió aquello de:

“Dice mi padre que un solo traidor puede con mil valientes” para luego rematar esas palabras con otras que tal vez radiografíen como pocas lo que hoy pareciera flotar en el ambiente de nuestro tiempo, al declarar que:

él siente que el pueblo, en su inmenso dolor, hoy se niega a beber en la fuente clara del honor”.

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