ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

La espera

Barrio de los suburbios, oeste de la ciudad de Neuquén. Parada de colectivos, Avenida Novella al fondo. Un padre, joven todavía, espera con sus dos chiquitos. Ve llegar los colectivos, deja pasar uno tras otro y en algún momento comenta:

 

“Espero el que no tiene la máquina de la SUBE… todavía no se la pusieron y se puede viajar gratis…”.

Sabe el hombre, seguramente, que ahorrando los tres pasajes -que en realidad serán seis contando el regreso- podrá comprar pan, fideos y una caja de tomates con lo que su familia comerá un día más.

Si él y sus críos debían cumplir un horario determinado, para llegar adonde fuese su destino, eso a nadie interesa. Habrá de ser ese forzosamente un tema secundario. Ya se verá cómo justificar el atraso. Él sabe que es pobre, como toda su vecindad y que los pobres están condenados a esperar. La pausa se le impone natural una y otra vez. Es la paciencia del monje tibetano lo que esta existencia le asigna al hombre, la mujer, de las comunidades marginales. La condición del sacerdote oriental que remeda sus remotos ancestros y sobre cuya cabeza -cuando accede al estado de inmovilidad en esa suerte de trance místico al Nirvana- llegan a posarse las aves, como ha demostrado algún viajero cronista de las culturas del mundo.

Otro tanto le sucede a la compañera de aquel padre de la parada, cuando asiste a un hipermercado de su barrio y se encuentra con que sólo una caja de cobro se halla habilitada, hasta tanto dispongan otra. La fila de clientes no se inmuta, ya no se queja, como no lo hace en ningún otro orden cotidiano del gran desorden de lo injusto de su vida. Ya ha aceptado que en los comercios del centro adinerado apenas se hace esperar a los compradores, siempre urgidos por sus perentorios destinos. No habrá largas colas de gente y serán varias cajas las que cobren. Los que tienen plata no pueden ni deben aguardar ¿dónde se ha visto? ese contratiempo no es para ellos. Otra de las ventajas de la inmunidad que les otorga su favorecida condición social.

El mismo escenario del principio, ahora es un hombre mayor, cuasi andrajoso, bordeando la indigencia. Porta elementos de jardinería, una bordeadora atrapada entre bolsas plásticas, tijeras, un bolso y otros elementos. Cuando se arrima el ómnibus y abre la puerta le dice al chofer “Ya hablé en la empresa y me tenés que llevar” -se deduce que repiten el episodio de un diálogo anterior-. El conductor niega con la cabeza, entiende que los elementos de bulto, algo aparatosos del oficio del pasajero, entorpecerían al resto del pasaje. Se adivina un exceso de celo, quizá innecesario, por parte del que está negando el derecho del hombre a ganarse el sustento del día. “Te voy a denunciar”, lanza el jardinero desde abajo y el otro le responde: “Sí, dale”, mientras cierra la puerta y arranca. Entonces lo de siempre, la espera. La antigua espera del pobre nacida en orígenes inmemoriales, la que pareciera sellada genéticamente en la sangre. Sabe que desde algún otro colectivo se compadecerán llevándolo. 

El tiempo perdido de la changa para el trabajador no mueve la aguja del devenir cotidiano, ajeno en este caso a su suerte, como a la de toda otra que refiera a quienes nacieron mirando desde afuera la fiesta de los demás, esa a la que no fueron invitados. No importa que pierda tiempo el pobre. Es un tiempo de descarte el suyo. Le sobra.  “Está acostumbrado”, dicen quienes no lo son. Lo suyo es esperar y esperar. Una y otra vez, lo que haga falta. Hasta que, como dijera Martín Fierro: 

“Y dejo rodar la bola/Que algún día se ha de parar/Tiene el gaucho que aguantar/Hasta que lo trague el hoyo/O hasta que venga algún criollo/En esta tierra a mandar”.

  • Alejandro Flynn, uno que escribre
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