Desde el principio de la historia las divisiones sociales se construyeron como si de un orden natural se tratara, entendiéndose que las franjas minoritarias, dueñas del poder y la riqueza, ocupaban un rol indiscutible porque era lo naturalmente dado y hasta le atribuían al mismo Dios ese dictamen de jerarquías. Y como así era mandado desde el cielo, entonces así debía ser y punto.
Los pequeños pueblos, con el tiempo ciudades, centraron tras sus muros la concentración de los beneficios, quedando para el afuera marginal apenas los deshechos, las sobras, tal como en el medioevo las recibían los menesterosos pobladores situados en los suburbios aledaños a los castillos en cuyo seno discurría la elite de la época.
Ya en nuestro tiempo, un paneo por la realidad del norte mandante exhibe la perpetua inmoralidad del destrato y la exclusión a los hambrientos de siempre. Inmigrantes, desesperados, provenientes de las tierras que los mismos imperios excluyentes invadieron, esclavizaron y saquearon, se encuentran hoy, como ayer, con barreras y murallas que, aunque no son ya de piedra, hierro y madera siguen cerrándoles las puertas del derecho a la existencia.
Pero los pueblos resisten, “como el musguito en la piedra”, al decir de Violeta Parra. Entonces, de esa necesidad secular, eterna, que llevan en la piel por herencia milenaria, como un virus de injusticia ancestral surgen como ayer, hoy, las alternativas para afrontar el cotidiano supervivir.
En las zonas periféricas de nuestra región (como en muchas otras) uno de esos recursos con los que paliar las carencias encontró, o más bien creó, su espacio en la modalidad del trueque, en principio, lo que las vinculó con las históricas modalidades de los marginales de la tierra, para dar lugar después a la feria tradicional, donde los humildes ahora venden lo que antes intercambiaban.
Recorrer ese micromundo puede dar lugar a comprender a más de uno, una, que los pobres no muerden, que no amerita temerles (como suele suceder con todo lo que no se conoce), que no es necesario huir de su proximidad y que ofrecen más de un servicio que los acomodados de la sociedad no siempre encuentran abastecido en sus sitios de referencia, los de la pertenencia habitual de su clase.
Del mismo modo en que nos condolemos viendo películas que retratan los males de los despojados del planeta, tal vez también sea oportuno mirar más cerca y apoyar, por ejemplo, comprando sus productos, a quienes tenemos a un paso de distancia.
Porque es cierto, claro, que ser pobre no es necesario sinónimo de santidad ni el ser un buen burgués satisfecho prueba certera de egoísmo, pero, para la ocasión, no está de más recordar al poeta Silvio Rodríguez que en su “Canción de Navidad” nos recuerda lo siguiente:
“Tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud; pero el que nace bien parado, en procurarse lo que anhela, no tiene que invertir salud”.