ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Entre andamios y rosarios

Se ven muchas cosas desde la parada haciendo el aguante al colectivo en Neuquén. Distintas de las que se perciben fugazmente, o que simplemente se pierden desde el interior de un auto, cuando la persona se guarda en la burbuja protectora de su cubículo, esa que -es cierto- preserva del marasmo externo de la cotidianidad agresiva, pero que a la vez también priva de la experiencia de nutrirse de ella.

Enormes y lustrosos vehículos 0 km, cuatro por cuatro, alta gama, vidrios polarizados (que a veces están bajos y permiten ver a quien maneja) conducidos por señor, señora o señorita, portando indefectible cara de pocos amigos. No es extraño entonces que, detenidos por el semáforo, ocupen sin el menor escrúpulo, la línea peatonal y que, sin soltar el embrague, realicen bruscos movimientos ansiosos del vehículo, como caballo de carrera pateando el suelo a punto de dispararse. Una vez anunciado el inminente cambio de luz, de la amarilla hacia la verde, si otro automotor los precede, podrán emplear el uso de la bocina y encimarse sobre este, para que les dé el paso, ese que los guiará a sus trascendentes y urgidos destinos. 

Es de notar, también con llamativa frecuencia, para aquel peatón que presencie la escena desde la vereda (si es que sintoniza correctamente la frecuencia del absurdo que observa), la irrupción de una suerte de espasmódicas gesticulaciones, cuasi epilépticas, en las facciones del individuo, expresando su incontenible ira, musitando insultos, imprecando a la parentela, del que por delante de él impide su raudo paso.  

Casi siempre, en estos casos, se destacará bamboleante, colgando bajo el espejo retrovisor, el consabido rosario que identifica a quienes hacen un culto de su condición religiosa, el que a guisa de amuleto suele formar parte insustituible de la condición de estos apresurados pilotos. No impide esta benemérita pertenencia al culto, sin embargo, que otra característica muy usual los identifique a la hora de buscar donde estacionar: esto es la de situarse impunemente sobre las rampas de los discapacitados, lo que tal vez entiendan deberá justificarse, en tanto los reclaman destinos impostergables y por los que no deben sacrificar un segundo de demora de sus preciosas existencias.

En pocos casos, puede verse (compruébelo quien afine el lente) se ausentará de sus rostros el rictus de desprecio por el mundo, por el prójimo y por la vida toda, siendo que, sin embargo, se trata de gente, en general, de excelente pasar y alta condición económica, lo que cualquiera verifica de un vistazo observándolos un instante. 

Ahora, en la esquina siguiente, notará un cuadro situado en las antípodas del anterior. Y más allá otro similar y otro parecido algo más distante y demás iguales, todos los días y en cada barriada o en el centro mismo de la ciudad (estampa llamativamente inversa). Se trata de gente humilde, para más datos obreros de la construcción, encaramados sobre andamios en la obra, haciendo el pastón, cargando varillas de acero o bolsas de cemento. Sus caras limpias sonríen, una y otra vez. Gozan de la existencia, no la insultan. Hacen bromas, aun cuando no saben si tendrán para comer el mes siguiente, en tanto sobre una parrilla improvisada con fierros atacan felices entre el humo, sus chirriantes chorizos. Las carcajadas van y vienen. Rinden culto al simple hecho de estar vivos. 

Distintas pinturas de la ciudad y su gente, más toda una clase de humanidad para quien quiera enterarse. Y gratis, como es todo lo verdaderamente bueno (de más está decir que no resulta necesario aclarar con quiénes -entre unos y otros- optaría el que esto cuenta por sentarse a compartir un vino).

  • Alejandro Flynn – uno que escribe
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