Para que José Alfredo Martínez de Hoz pudiese implementar desde el Palacio de Hacienda su plan económico destinado a externalizar los activos argentinos, revertir el proceso de industrialización nacional, reducir el mercado interno, disminuir la participación de la clase obrera en la distribución del Producto Bruto del país y concentrar aún más la riqueza en un puñado de especuladores y terratenientes vinculados a los intereses estadounidenses y británicos, la dictadura encabezada por Videla, Massera y Agosti tuvo que poner en funcionamiento un plan de Terrorismo de Estado capaz de amordazar y paralizar la resistencia de los sectores populares perjudicados por este despojo mediante el miedo a los grupos de tareas que secuestraron, torturaron y desaparecieron a miles de personas a lo largo y ancho del país.
Trabajadores y trabajadoras, estudiantes, sindicalistas, periodistas, artistas, intelectuales, deportistas, empresarios, religiosas y religiosos, amas de casa, dirigentes vecinales, personas de todas las edades, profesiones y actividades fueron víctimas de la maquinaria genocida puesta en marcha para disciplinar con el terror a quienes se atrevieran a denunciar y oponerse a la miseria planificada que se quería imponer a la sociedad argentina luego de que esta, recuperando los altos ideales de la Revolución de Mayo, se había animado a soñar y emprender la construcción democrática de una nación justa, libre y soberana.
La grandeza es un tesoro en la memoria de los pueblos y por eso toda conquista necesita aplastar la conciencia de las sociedades que se quieren oprimir. Para eliminar cualquier evidencia que remita a ella se asesina a quienes poseen la elocuencia necesaria para su preservación, se destruyen los monumentos, se queman los libros, se prohíben las prácticas y se tergiversan los hechos. No hay crimen que no se comenta ni violencia que se escatime. Pero a pesar del fuego y de la sangre, de la oscuridad, el barro y el silencio, tercamente serena, la grandeza que una vez se alcanzó siempre regresa para insuflar el impulso de la rebelión que indefectiblemente ha derrumbado una y mil veces a todas las tiranías de la historia. Las dominaciones que se imponen por la fuerza y la mentira saben esta verdad y le temen, y mientras más evidente se vuelve, más crueles y sanguinarios son los métodos que utilizan para intentar obliterarla. Y esa indigna violencia a la que se rebajan es la que dibuja las líneas de abyección que muestran sus rostros en el momento final de la caída, cuando ya no hay adulaciones ni tramoyas que disimulen su perversión. Ese es el rostro que fueron a mirar las diputadas y los diputados que visitaron a los genocidas en sus unidades de detención.
Por eso quienes se prestan a las maniobras que ahora se intentan para sacar de la prisión a quienes cometieron delitos de lesa humanidad imprescriptibles procuran hacerlo con disimulo: basta mirar los rostros de los genocidas para reconocer en ellos las marcas de los crímenes que han realizado y quienes fingen que eso no es así temen quedar en evidencia al traicionarse en un descuido. Los que descendieron por ambición y odio a los sótanos del crimen violento lo hicieron con la equivocada convicción de que saldrían impunes. Pero una vez derrotados, los poderes que los utilizaron no pudieron sustraerlos de la acción de la justicia. Su venganza resentida es el pacto de silencio que mantienen sin decir qué hicieron con sus víctimas. Silencian la verdad para oponerse a la memoria y la justicia, que los vencieron inmaculadamente.
Pero por más inmaculada y contundente que sea, toda victoria también es provisoria y hoy se renuevan las embestidas contra la memoria, la verdad y la justicia sobre los crímenes de la última dictadura cívico militar. Las herramientas predilectas para ello son la banalización de los hechos acaecidos y la vandalización de los hitos que los testimonian. Una es despreciable por su ramplonería insidiosa y la otra por su cobarde anonimato. Desde el 10 de diciembre del año pasado, la intensidad de estas agresiones contra la memoria colectiva ha recrudecido, pero de ninguna manera es patrimonio exclusivo de las autodenominadas Fuerzas del Cielo. Fue el PRO, rival de los libertarios en las elecciones generales del año pasado, aliado de ocasión en la segunda vuelta y convidado de piedra en la mesa del poder desde que La Libertad Avanza llegó a la casa rosada la expresión política conservadora que inició la contraofensiva del negacionismo cuando Mauricio Macri eligió hacer campaña contra las políticas reparatorias del Estado descalificándolas con la consigna agraviante de “curro de los Derechos Humanos”.
Después de eso, cada vez con mayor frecuencia se pintarrajearon carteles de señalización, se destruyeron símbolos de luchas significativas, se partieron baldosas por la memoria y un largo y repudiable etcétera. Este año, en una de las más graves agresiones sufridas por los símbolos de la memoria, un grupo de ex cadetes de la ESMA reivindicó, ante la complacencia de las autoridades responsables, los crímenes de la dictadura en el predio convertido en Espacio de la Memoria con la excusa de conmemorar el Día del Ejército.
Las vandalizaciones son violentas, pero las banalizaciones son insidiosas. Podemos restaurar un cartel y volver a colocar una baldosa destruida, ¿pero cómo reponemos el sentido que se vacía?¿Cómo restituimos la dignidad mancillada? Transitamos tiempos oscuros. En este año desgraciado, en el que tuvimos que ver como los genocidas juzgados y condenados por sus crímenes son apañados como frágiles ancianitos por gobernantes que ganaron elecciones y reciben en sus penales la visita de representantes del pueblo en el Congreso, necesitamos más que nunca la ejemplar fortaleza de nuestras Madres de Plaza de Mayo para no desfallecer ante una crueldad que descorazona, la persistencia de las Abuelas que sin prisa y sin pausa restituyeron más de un centenar de identidades secuestradas y continúan buscando los más de trescientos rostros que aún hoy desconocen sus orígenes familiares, el coraje de las y los Hijos que se plantaron en cada calle donde vivía un genocida para que toda la cuadra y todo el barrio conocieran la verdad del asesino que disfrutaba hasta entonces de su impunidad entre vecinas y vecinos. Cada uno de los organismos de derechos humanos de Argentina es un ejemplo y un refugio de las cualidades que se necesitan para la inmaculada victoria sin negociación, sin concesiones, sin odio y sin violencia que es la única victoria posible sobre el horror del terrorismo de estado. Ya transitamos una vez ese camino, y aunque en esta oscuridad es difícil adivinar la senda, sabemos que la luz no tardará en refulgir y que más temprano que tarde un nuevo amanecer va a iluminar el horizonte.