ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Una escuela para escuchar

Julio Cortázar supo citar alguna vez la frase del Nobel francés, André Gide, la que decía: “Es cierto todo está dicho ya, pero hay que empezar de nuevo, porque nadie escucha”.

¿Quién, dialogando con alguien, no advirtió de pronto alguna vez en sí mismo -tal vez con pudor- que la atención que ponía en la conversación no estaba puesta en absoluto en lo que la otra parte dijese, sino en la elección de las propias palabras para cuando le tocase el turno de hablar? De allí que resulte tan poco común encontrarse con alguien que escucha de verdad a su interlocutor, siendo a veces eso casi una rareza. La pretensión, si en el intercambio se debate alguna cuestión por demostrar, es la de ganar, a como dé lugar.

Se recibe silencio o, peor, la tozudez del empacamiento de la otra parte en el propio argumento, sin conceder que la razón, muchas veces la lógica, le está demostrando a esa persona, que aquella otra que tiene frente a sí es la que está en lo cierto. Y la oportunidad de aprender, entonces, se pierde una vez más y el género humano desciende otro escalón.

El profesor y teórico teatral argentino Jorge Dubatti impulsa desde hace años un seminario denominado “Escuela de espectadores”. Una de las páginas de difusión de dicha actividad cuenta que “entre los objetivos figuran brindar herramientas para multiplicar el disfrute y la comprensión de las obras, ampliar y enriquecer el horizonte cultural, emocional e intelectual, además de difundir la experiencia del teatro”.

¿No cabe admirar esta gran idea? La de enseñar a gozar, interpretar signos, entender de qué se trata lo que tal vez pueda escapar a veces de la comprensión del público. Es cuando podría terciar la inquietud con respecto a si una iniciativa semejante no podría aplicarse al ejercicio de escuchar al otro, a la otra. Una escuela para aprender a percibir al prójimo. Una orientación que indique cómo descender de la torre del ego y la soberbia, para hacerle lugar a la consideración de los demás.

El mar de la ignorancia luce como una región que parece cada vez más vasta. Si hay quien nos ayuda a entender una obra teatral es porque nos permite discernir entre códigos que ignorábamos. Si se asiste por primera vez, por ejemplo, a una ópera en el teatro (recomendado, de paso, el Colón, considerado para el caso el de la mejor acústica del mundo) y el espectador se duerme o abandona la sala (casi huyendo a veces) no es porque se trate de una experiencia a la que sea justo llamar horrible, sino que, en realidad, lo que sucede, es que no le ha sido dada a la persona el haber cultivado la escucha de ese arte con los años y/o la capacidad de comprender los mecanismos que en él operan.

Cuando se dice “no se ama lo que no se conoce”, ¿no podría aplicarse a la humanidad? O sea, si no escuchamos a la otra, al otro, ¿cómo hacemos para conocerlo? Y si no lo conocemos, ¿cuándo vamos a poder amarlo o al menos considerarlo?

¿La ignorancia -condimento clave en la cuestión- no suele envilecer a la persona, tal como alguien dijo sucede con la soledad? A propósito, cuando el filósofo Jean Paul Sartre dijo aquello de “el infierno son los otros”, el poeta uruguayo Mario Benedetti retrucó a estas palabras con las siguientes: “Si el infierno son los otros, el paraíso no es uno mismo”.

  • Alejandro Flynn – uno que escribe
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