Alejandra Alverdi tiene 37 años y vive en el sector Ruca Antu del barrio Ciudad Industrial Obispo Jaime de Nevares. Dos veces por semana abre su casa para repartir 146 viandas de comida. Desde la pandemia, en vez de entregar en el horario del almuerzo, entrega la cena porque muchos niños llegaban a las 11 de la noche a pedirle un pedazo de pan. ¿Por qué son las mujeres las que sostienen los comedores barriales? ¿Qué las motiva a compartir su cocina y a gestionar el plato de comida de decenas de familias?
El viento sopla sobre la Conquistadores del Desierto, es temprano pero ya hay ráfagas. A la vera de la principal calle de Parque Industrial, está la casa de Alejandra, entre muchas otras se distingue por el verde de los sauces. Adentro, en la mesa, con una pava de mate -seguro ya la segunda del día-, Alejandra cuenta un poco de su historia: “Nací en Neuquén, pasé mi infancia en el barrio Islas Malvinas, en una familia de músicos. Me crié sin mamá; mi papá nos crió solo a mí y a mi hermana; yo soy la más chica. Él nos enseñó a ser laburadoras, a estudiar; siempre nos exigió ir a la escuela, aunque ninguna de las dos terminamos; hice hasta quinto año, pero bueno, nunca es tarde, y siempre digo: ‘el saber no ocupa lugar’”.
Asegura que tuvo una infancia “dura pero linda”. “Desde que tengo noción, mi papá nos enseñó lo que es el laburo. Me acuerdo que tenía 9 años y quería unas botitas, cuando recién había abierto Le Utthe. Mi papá en ese momento lavaba coches, no le alcanzaba, así que me puse a limpiar vidrios con él y en una semana me las compré. Me la rebusqué y así fui aprendiendo el valor de las cosas, a entender cuando no alcanza. En mi casa me encargaba de la limpieza y mi hermana cocinaba, estábamos siempre activas, nos mandaba a la Escuela de Música, a natación”, recuerda Alejandra.
La ausencia de su mamá es algo que marcó su vida: “Me abandonó cuando yo tenía un año y dos meses, es algo que no puedo explicarlo con palabras. Mi mamá no volvió, la esperaba todos los días”. Sufrió bullying, se “portaba mal” en la escuela, pero fue encontrando contención en las maestras, en las directoras y en “mamás sustitutas”, como ella las llama.
En la adolescencia, con 15 años tuvo su primer hijo: Iván, que falleció al mes y quince días por un cuadro de neumonía. Con su primera pareja se mudaron a Piedra del Águila, donde nació su segundo varón, Ethan, que hoy tiene 20 años. Se separó y la vida la devolvió al valle, donde conoció a su segunda pareja y padre de sus cuatro hijas: Amber (16), Macarena (14), Atenas (13) y Giuli (9). A la pregunta de ¿cuántos hijos e hijas tenés?, Alejandra responde 8: perdió dos embarazos, de 5 y 6 meses. Vivieron un tiempo en Cipolletti, Río Negro, y hace 12 años decidieron instalarse en Ruca Antú, donde vive Daniel, el papá de Alejandra. “Es mi pilar; siempre digo que Dios no me dio una mamá, pero me dio un papá todo terreno”, afirma. Es que él la ayudó a levantar las primeras paredes de su casa y a levantarse cada vez que hubo alguna complicación. “Hasta el día de hoy me sigue ayudando, nos peleamos, pero es mi viejo y no sé qué haría sin él, es el que me crió, me cuidó y siempre me dice ‘vamos hija salí adelante’”, cuenta entre lágrimas de emoción.
Con mucho “esfuerzo y sacrificio” fueron ampliando la casa con un baño adentro, una habitación y la cocina. “Empezamos con una mesa, una silla y una cama. ¡Dormíamos 5 en una cama!, pero ya teníamos casa”, asegura. Hasta que un día le entraron a robar: “Hasta la basura me llevaron”, recuerda. Fue un momento crítico: se había separado de su pareja. A una de sus hijas le habían diagnosticado epilepsia, la más chica había pasado varias internaciones por neumonía. “Pasé cosas que no esperaba. El día que me robaron pusimos un cartón con un nylon y así dormimos hasta el otro día con las nenas. Estaba muy perdida. Me acuerdo que pasé dos semanas sentada mirando por la ventana, ni sé qué miraba”, rememora.
Fue en ese momento de profunda tristeza que encontró una salida que no se imaginaba. “Una amiga, muy querida, me dice: ‘gorda, la estás pasando muy mal, ¿querés trabajar conmigo?’ Y yo me levanté con esa fuerza que decís ‘voy a salir de esto’ y le dije enseguida ‘¿qué tengo que hacer?’”. Con ese ímpetu empezó a trabajar en un merendero, pero al poco tiempo la responsable lo tuvo que cerrar. Alejandra no lo dudó: ofreció su casa. Eran tiempos donde la gente iba a comer al merendero, entonces la misma mesa familiar se convertía en mesa ampliada para las familias de todo el barrio.
Alejandra comenzó a participar en una organización social y en un partido político: Libres del Sur. Su activismo cotidiano es sostener el comedor, en las buenas y en las malas. Es la responsable del comedor “Libres”, uno de los más de veinte que gestiona el espacio en Neuquén. “Tener el comedor me aliviana la mente y el alma, el cariño de la gente, de los niños”, dice con orgullo. “Hice cursos de bromatología, de limpieza de cocina, y todo gracias a que Libres nos impulsó. Estoy en Libres porque cuando estuve tan mal, Libres me dio la mano, me contuvo, conocí a una mujer que me acurrucó. Es saber que existe gente que te da una mano sin nada a cambio; aprendí lo que es la solidaridad, el respeto hacia el otro, a cuando el otro la está pasando mal ponerse en sus zapatos, algo que no se ve acá, cada uno se preocupa por lo de uno y no le importa si el otro come o no, no le interesa”, explica.
A Alejandra no sólo le preocupa, sino que la ocupa. En plena pandemia decidió dar cena en vez de almuerzo. “Es que veía que los nenes se iban a dormir sin comer y venían a las 10 u 11 de la noche a pedir un pedazo de pan, un paquete de fideos, algo”, asegura. Hace un par de meses, UNICEF difundió una encuesta que reveló que alrededor de 1 millón de niños y niñas en Argentina se van a dormir sin comer.
Actualmente reparten 146 viandas por semana. “Estábamos en 182, pero por la crisis las tuvimos que bajar”, remarca sobre las consecuencias del ajuste que recae sobre los más vulnerables y las políticas de crueldad desplegadas por el Gobierno nacional con la finalidad de desprestigiar el trabajo de las organizaciones sociales, que incluyó esconder toneladas de alimentos, congelar los planes sociales y hasta perseguir y encarcelar a dirigentes sociales.
Son casi las 10 de la mañana, Alejandra ya tiene que entrar a su trabajo: cuida a dos nenes a la mañana y a una nena a la tarde. Al mediodía vuelve para cocinarle a sus hijas. Es lunes, lunes de comedor. “Pero ya tengo todo listo”, adelanta. Con otras dos compañeras, María y Lucía, se dividen las tareas de cocina, entrega de viandas y limpieza.
Alejandra sostiene el comedor por las familias que no llegan a fin de mes, por las que ni siquiera llegan a hacer las cuatro comidas diarias, a veces ni dos. Pero también por ella, por la satisfacción de brindar ayuda, por devolver la mano que recibió y porque lo personal es político, como asegura la premisa feminista. Como hace casi diez años, vive ahora una nueva separación con su pareja, que otra vez la puso en jaque. Pero hay algo distinto, tiene herramientas para salir adelante y ella lo resume mejor que nadie: “Estoy igual que como empecé, pero más empoderada”.