“La sensibilidad es un valor que no cotiza en ningún mercado”, había dicho el escritor Somerset Maughan. Es cierto, pero, aun así, un genio de nuestro tiempo como Charly García, en alguna de sus primeras creaciones, nos recomendaba, de todos modos, “rasguñar las piedras” y los chinos, desde una máxima filosófica, que sembrásemos hoy la semilla, aunque el mundo muriese mañana mismo.
Es decir, que, ante el imperio del desamor reinante, la propuesta -más allá de los mercados sin alma- es sostener la propia convicción a como dé lugar, esa certidumbre de que subsiste en el interior de las personas un valor ético que resiste todavía y pese a todo en pie, como una palmera en la tormenta.
“El camino es árido y desalienta, tenemos miedo de andar a tientas” y, aunque “siempre nos separaron los que dominan” -como nos recordaba la inolvidable María Elena Walsh desde sus versos-, pareciera haber un rincón inexpugnable en el espíritu común, ese que los gestores del mal no han conseguido apagar jamás y que se perpetúa inmortal desde las palabras de aquel que una vez dijo y para siempre “ámense los unos a los otros”.
La tozudez en la percepción de lo que está bien, de lo que debe ser, se esgrime desde la sangre contra toda lógica aparente, la que ordena someterse a los dictados de la perversión en boga. No. Una y mil veces no. Con la decisión de Bruno ardiendo en las llamas del Santo Oficio por sostener la verdad. No. Y mil veces no. No se transa con el horror de la mentira y la resignación.
Una publicación científica de un par de años atrás le contó al mundo que a partir de técnicas de clonación se ha logrado revivir una planta desaparecida hace 32.000 años. A partir de este hallazgo se podría tal vez inferir que no sólo es el huevo de la serpiente del fascismo el que, para desgracia de la humanidad, pervive, sino que es dable alentar que, como aquella semilla, signos de vida de otro orden también logran reverdecer inmunes a cualquier entorno por más siniestro que este fuese.
Existe una alusión histórica, tal vez cierta, tal vez ficción, relacionada con Manuel Belgrano ocurrida -tras la Revolución de Mayo- durante su campaña al Paraguay, para liberar a ese pueblo del mando que continuaba respondiendo al imperio español. Fueron instancias previas a un enfrentamiento armado, entre las ínfimas fuerzas con que contaba el creador de la bandera, contra las muy superiores en número y armas del enemigo. A la orden de atacar por parte de Belgrano, uno de sus asistentes le habría señalado que no tenían la más remota posibilidad de vencer a sus oponentes y que lo más probable es que todos los integrantes del menguado ejército patriota murieran en el intento. “Sí, lo más probable es que muramos todos. Pero esto detendrá al enemigo en su contra avance, por un tiempo, en tanto lleguen otras fuerzas desde Buenos Aires a reemplazarnos”.
Según cuenta, lo que tal vez es leyenda (tal vez no), la tropa del enemigo huyó sin dar batalla ante el avance patriota, en la creencia de que no era posible que fuesen abordados por tan pocos enemigos y que algo debía haber de trampa en ello.
Coraje y convicción enseñó Giordano Bruno en la hoguera y Belgrano en los esteros paraguayos. Y aún siendo aquellos parámetros heroicos, quizá inaccesibles para la mujer y el hombre del común cotidiano, no está de más recordar que la dignidad sigue latiendo, como aquella remota semilla recuperada entre los hielos para emerger a su resurrección.