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Mónica Astorga y la lucha de una monja por las mujeres trans

“Siento que Dios me pide que ayude a las personas heridas”, dijo alguna vez la monja Mónica Astorga para explicar, a quien quisiera escucharla, cuál es –y sigue siendo- su deseo más profundo. Ese es el gran objetivo que persigue desde antes de aquel día de invierno de 2015 cuando se hizo más visible la tarea que llevaba adelante la religiosa que pertenecía a la congregación de Carmelitas Descalzas de Centenario.

“Hay una historia detrás de cada persona, hay una razón por la cual son como son”, era la consigna que enarbolaba esta mujer para contener y acompañar a las mujeres trans de Neuquén, quienes acudían a ella para encontrar apoyo a causa de las situaciones de marginación y violencia a las que estaban expuestas. Se hizo conocida como la monja que rescataba a travestis neuquinas de la prostitución.

Mónica nació en Buenos Aires en 1967 y a los 7 años despertó su vocación religiosa, a pesar de la férrea oposición de su familia. Siendo adolescente se incorporó a la Parroquia de San Pantaleón del barrio de Mataderos y en 1985 llegó a Neuquén para ordenarse en la congregación de Carmelitas Descalzas, en el monasterio de la ciudad de Centenario. En ese contexto de vida contemplativa, dedicada a la oración, sintió un fuerte empuje, una motivación sin límites para ayudar a las personas alejadas de Dios, a las que sufren, a las que están solas o en la más extrema marginalidad. El monasterio era su lugar en el mundo porque desde allí podía sostener y acompañar a quienes más lo necesitan.

 

En ese lugar de contemplación y oración, de tranquilidad y silencio infinito, irrumpió una mañana Romina, una chica travesti que todas las noches se prostituía en los lugares más oscuros de Neuquén y que había recorrido innumerables lugares para pedir ayuda. “Romina había ido a la parroquia Nuestra Señora de Lourdes del barrio Progreso, y cuando le preguntaron de qué trabajaba, respondió que se prostituía porque por su condición de travesti no conseguía otro empleo. Le preguntaron si necesitaba ayuda y fue ahí que el padre Ítalo Varvello y la hermana Mariucha Dambroggio se contactaron conmigo y me preguntaron si podía ayudarla”, contó la religiosa acerca de su primer contacto con ese mundo desconocido para ella.

A través del corazón abierto de Romina, Mónica comenzó a conocer ese mundo que le era ajeno pero que al mismo tiempo la impulsaba a hacer algo por las integrantes del colectivo travesti-trans que intentaban sobrevivir y salir de la prostitución y las adicciones. Escuchó no sólo el dolor de Mónica, sino de otras, no sólo de Neuquén y Río Negro, también de otras partes de la Argentina y del mundo.

Romina le dijo que lo único que puede hacer una trans es prostituirse. “Y es lógico, porque ellas te cuentan que si te toca atender un tipo que te da asco por el olor, la mugre o lo que sea, la fuerza la tenés que sacar de la droga y el alcohol. Una chica me decía que por noche se tomaba dos botellas de whisky porque era lo único que le daba fuerzas para estar parada en la ruta. Algunas les lleva mucho tiempo pedir ayuda para que las acompañes en la recuperación. Otras te dicen que no quieren consumir más o que quieren dejar de hacer la calle. Pero siempre trato de respetar lo que ellas van pidiendo”, describió sobre los testimonios que iba recibiendo de cada una de ellas, ya sea en encuentros personales, por mensajes que le llegaban al celular, por mail o Facebook.

Otro día, Mónica recibió en la puerta del monasterio a Katy, quien llegó hasta allí terriblemente angustiada y expresó su último deseo: “una cama limpia para morir”. Mónica entendió la herida que cargaba esta mujer, parecida a la de tantas otras.

La intensa e incansable tarea que llevó adelante la Carmelita Descalza de Centenario a favor de las mujeres trans alcanzó objetivos y logros nunca imaginados por ellas. En un principio logró que se le otorgara la personería jurídica para una organización que crearon con la finalidad de llevar adelante un lugar de contención y refugio donde funcionen talleres de oficios, de costura y peluquería, y así empezar a transitar una vida lejos de la prostitución en rutas y calles. Muchas de ellas se convirtieron en microemprendedoras ofreciendo sus habilidades como costureras, peluqueras.

Unos años después, en plena pandemia, se concretó un viejo sueño impulsado por Mónica que contó con la colaboración de los gobiernos provincial y municipal de Neuquén. La construcción de un complejo de doce monoambientes en el barrio Confluencia para que los ocuparán mujeres de entre 40 y 60 años, elegidas por su estado de extrema vulnerabilidad social. “La mayoría de las trans viven en lugares realmente inhumanos, en piecitas de 3 x 2 metros, sin cocina y pagando alquileres imposibles”, expresó unos días antes de que esas doce mujeres abrieran por primera vez la puerta de sus propias viviendas.

A pesar de las críticas de los vecinos de la zona que se negaban a que esas mujeres vivieran allí por temor a que el lugar se convirtiera en un “enorme prostíbulo donde correría la droga”, el proyecto se hizo realidad. “Mucha gente está esperando el fracaso de este proyecto para seguir condenando a las trans. Ellas también merecen vivir en un lugar digno y no en piecitas realmente inhumanas”, apuntó Mónica. Cuando Mónica comenzó a pensar en este proyecto de vivienda, un grupo bajo el nombre de “Laicos unidos en Cristo” expresaron que “va a construir un pequeño Sodoma y Gomorra de casas para sus activistas travestis en Neuquén”.

Entre tanta ayuda, espiritualidad, amor al prójimo y nuevos proyectos, la religiosa recibía reconocimientos como el que le concedió la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires como personalidad destacada en el ámbito de los Derechos Humanos por su trabajo de inclusión y defensa de mujeres trans.

También fue distinguida por la Federación para la Paz Universal (UPF) y obtuvo el Premio Filomena Marturano compartido con otras destacadas mujeres, como la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto; la viuda del escritor Jorge Luis Borges, María Kodama; la actriz Cecilia Roth y una de las promotoras de #NiUnaMenos, Marcela Ojeda.  “Mucha gente me pregunta cómo puede ser que esté acompañando a travestis. Yo les respondo que para mí fue el regalo más grande de mi vida”, afirmó para después dedicarle el premio “a mis chicas, como les digo a las mujeres trans”.

“Yo trato de sentir el dolor de ellas en el cuerpo mío, porque es la única forma de comprenderlas. Saben que tienen todo mi amor, así estén tiradas en la ruta, yo las amo así”, afirmó.

También fueron muchas las críticas y cuestionamientos que recibió por su labor, sobre todo de diversos sectores de la Iglesia que la definieron como “la monja pro-gay carmelita”. No les gustaba que Mónica se pronunciara y militara abiertamente desde su lugar que ocupaba en la Iglesia Católica a favor de la ley de identidad de género de Argentina y para que los travestis sean reconocidos como tales.

El apoyo expresado por el papa Francisco a su inmensa y necesaria labor, no fue suficiente para que sectores de la Iglesia cuestionar su acompañamiento a las mujeres trans. El dolor caló hondo en ella. Hace unos años fue trasladada a Córdoba y, actualmente, vive en la ciudad de Buenos Aires y sigue perteneciendo a la orden.

Mientras tanto transita sus días ayudando a la gente en situación de calle, asistiendo a los internados en el Hospital Borda a quienes les brinda un servicio de podología como así también a mujeres trans.

Cada tanto se pregunta qué hizo mal. Acaso el “pecado tan grande” que cometió fue visibilizar a un colectivo marginado, golpeado, asesinado que nunca va a dejar de acompañar. Mónica, la monja que ayuda a las trans, sigue su lucha en pie.

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