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Milei: un presidente megalómano, una élite extraviada y una nación inerme

A un escenario internacional poblado de genocidas en trajes de Armani, como Biden y Netanyahu, farsantes como Zelenski y nulidades con doctorados, como Boris Johnson y Úrsula Von Der Leyden, la Argentina ha contribuido con un panelista de tv, miembro de una esotérica secta economicista, al frente del gobierno.

Hacía tiempo que historiadores, sociólogos y artistas, cada uno a su modo, con sus saberes e intuiciones, nos venían advirtiendo sobre el hundimiento de las democracias y los estados de bienestar en Occidente, a manos de oligarquías adineradas, egocéntricas y despegadas de la realidad. 

Pero nada de eso se esperaba en un país como el nuestro, ni mucho menos que sucediera a una velocidad supersónica. Tal vez sea por la pereza de nuestros intelectuales o la comodidad de nuestros artistas, nadie nos avisó, pero allí estamos. 

La criatura es extraña y el experimento quizás fatal. 

En un país donde el hambre avanza a pasos de gigante, las actividades productivas se derrumban y el tejido social se deteriora como nunca antes, la política exterior de Milei llama menos la atención pública, más allá de su rosario de insultos a una lista interminable de gobernantes extranjeros.

Sin embargo el daño en el mediano y largo plazo puede ser enorme y dificultar la recuperación cuando salgamos de la pesadilla.

El mundo está cambiando aceleradamente y si escapamos de la amenaza de una guerra nuclear, asoma un nuevo orden internacional multipolar, una nueva estructura del comercio internacional y del desarrollo tecnológico que requerirán de objetivos nacionales claros y una diplomacia capacitada, activa y flexible.

Lo opuesto a lo que estamos viviendo.

El presidente Milei es un sujeto al que, cómo ha dicho muchas veces, no le interesa la política y mucho menos la exterior.

Se mueve en un imaginado mundo de individuos, empresas y corporaciones, donde el estado se reduce al guardián nocturno, sin lugar para las relaciones interestatales.

Por ello, su agitada agenda externa es una agenda personal, sólo una expresión de su megalomanía, trajinando los salones de la extrema derecha global con su mesiánico mensaje de un extremo liberalismo inexistente.

Su entusiasmo y  el de sus minions en las redes, por su foto en una tapa de la revista Time, cuya nota de fondo lo destruye, es una buena medida de su lejanía con la realidad.

“Mis únicos aliados son Estados Unidos e Israel” ha dicho en una afirmación de curioso pie de igualdad. 

La alusión a Israel no es mucho más que una  peculiaridad de su personalísimo judaísmo, aunque tiene claras consecuencias políticas.

En síntesis, la única certeza de su visión exterior, ya que no una política dado la nulidad que ha puesto al frente de la Cancillería, es un alineamiento automático con los EE.UU. en la más dura tradición conservadora.

Pero, los EE.UU. no son la nación rica y poderosa de 1945, ni el motor de la dinámica globalizadora de fines del siglo XX, sino un Imperio en declive que ha elegido la confrontación y el proteccionismo como estrategia de sobrevivencia.

Atrapados en una guerra por delegación contra Rusia y un intratable conflicto en Medio Oriente, afrontan  problemáticas  relaciones en Asia, África y América Latina.

Además, se han embarcado en una guerra tecnológica y económica con China, la gran potencia industrial, principal socio de 145 naciones y nuestro segundo socio comercial. 

Políticamente, EE.UU tiende a ver sus intereses como necesariamente propios de sus socios también, pregúntenle si no a Alemania, por lo que nos empujará a un conflicto donde no tenemos nada por ganar.

El proyecto mileísta de reprimarizar la economía nos pone en una posición de  enorme debilidad, atando nuestra política exterior a la de un país que produce y exporta alimentos y energía, controlando buena parte de sus precios  internacionales.

 Claramente contra nuestros intereses geoestratégicos y comerciales, deteriorando la relación con Brasil y China y aislándonos del emergente Sur Global. 

Que esto ocurra con la complacencia de la gran burguesía industrial y agraria es un misterio que tendremos que dilucidar pero que, en principio, se entiende como su extraviada posición de perder lo que sea a cambio de destruir la legislación social y laboral, rompiendo más de medio siglo de empate hegemónico con el peronismo.

En un mundo de transformaciones tecnológicas, económicas y geopolíticas de carácter tectónico, la Argentina es una nación inerme, empujada como una hoja en el viento de los cambios.

Si no despertamos a tiempo seremos otro Estado fallido, hundido en la pobreza y la violencia cotidianas.

  • Gustavo Crisafulli – Historiador y ex rector de la UNCo
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