Cualquier día en la ciudad de Neuquén. La persona finaliza en el cajero automático la operación que allí la había llevado y al abrir la puerta para salir se aparta, sosteniéndola para abreviar a quien le sigue el trámite del acceso.
No media un “gracias”. Ni siquiera al menos un gesto facial de consideración hacia quien franqueó amablemente el paso. “Así es como nos vamos secando, de a poco”, piensa el primero mientras camina la vereda, a la vez que echa una ojeada al ticket que le expendió la máquina.
“Limpiame el vidrio” le dice un señor desde una camioneta de alta gama, con tono imperativo y traza de petrolero, al empleado de la estación de servicio que acaba de llenarle el tanque. El despachante termina la tarea y el conductor parte raudo hacia su urgido destino, haciendo bambolear el rosario que cuelga del espejo retrovisor. No hubo un “Por favor”, para la primera solicitud ni tampoco intención de agradecer el servicio una vez efectuado. Alguien que miraba desde afuera la pequeña escena pensaba mientras tanto: “estamos al horno”.
Un señor (el mismo de las reflexiones previas) asciende en el bondi 9 para recorrer el usual trayecto que lo lleva desde el barrio del oeste neuquino al centro de la ciudad. Una vez en el interior del ómnibus una mujer mayor le pide su tarjeta para pagar su propio boleto, en tanto, la de ella, no tenía saldo (quienes habitualmente utilizan el servicio de colectivos están acostumbrados a que este evento sea parte recurrente del folklore urbano).
La pasajera se dirige a la máquina, desliza el plástico, abonando el viaje y luego lo devuelve al hombre que la sacó del paso. No hay -como generalmente se estila en estos casos- la intención de ofrecerle el pago del boleto ni palabra de agradecimiento alguna, tampoco un gesto parecido a la empatía, ese que al menos retribuya simbólicamente la acción.
La persona, que acaba de hacer el favor a la otra, siente que no esperaba que le rindieran pleitesía o que le besen las manos, ni siquiera la devolución de los 800 pesos que cuesta el viaje. Pero piensa que al menos una sonrisa no hubiera estado mal en correspondencia y también sospecha que la decadencia moral o ética, o eso que no sabe cómo denominar, ya es parte de un todo que se extiende como una ameba gigante entre la gente.
“Por favor” “Perdón” y “Gracias”. Alguien las llamó “las palabras mágicas” y hasta el juglar del pueblo León Gieco les dedicó un disco y con ellas tituló su obra desde la propia portada del mismo.
Palabras mágicas, pero que, como aquellas remotas del “Ábrete Sésamo” de Aladino, comienzan a formar parte del imaginario, de alguna fórmula que alguna vez quizá existió, para permitir trasponer un umbral prohibido, pero que ya casi nadie recuerda.