ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

La reflexión

Ocurrió en el transcurso del año 1977, durante el apogeo de la dictadura cívico militar que asoló la Argentina entre 1976 y 1983. Las palabras serían emitidas al aire durante una entrevista, por un contraalmirante a cargo de uno de los ministerios de la Junta gobernante:

“Los desvíos de la juventud obedecen al exceso de pensamiento”.

Palabras literales con las que el funcionario castrense advertía sobre el peligro que, en particular los estudiantes, corrían por su tendencia a esa nociva costumbre de abundar en el uso de la mente.

A casi medio siglo de aquel curioso vaticinio, se comprende que los poderes que gobiernan el mundo se hayan conducido de un modo que no resulta extraño a esa mirada de quienes, “en los desvíos de la juventud”, suelen distinguir a toda fuerza social que se les oponga desde la ética, la dignidad y la justicia. De allí que el “no pensar” se constituya en el mandato a imponer sobre las personas.

Entonces, así como en su novela “Fahrenheit 451”, Ray Bradbury imaginaba una sociedad que prendía fuego a los libros, así el tiempo derivaría en una situación en la cual las pantallas, dominadas por la virtualidad planetaria a cargo del nuevo “Gran Hermano”, serán las que irán cumpliendo eficazmente un mismo objetivo: eliminar de las mentes el “exceso de pensamiento”, esa suerte de virus maligno advertido oportunamente por aquel funcionario dictatorial.

Cualquiera que sube a un tren, donde fuere o mirando en derredor a la gente por las calles, en los bares y reuniones, o, por ejemplo, sin ir más lejos, en la propia ciudad de Neuquén viajando en cualquiera de los colectivos que recorren sus calles, advertirá de inmediato que buena parte del hábitat humano se encuentra ungido por el embeleso de la minúscula imagen luminosa que le ofrece esa suerte de talismán que cada cual porta en su mano.

La realidad de largos estudios, especializados desde hace años sobre el tema, ha descubierto, hace rato, que la calidad de la percepción cognitiva recibida desde los dispositivos virtuales (celulares, computadoras, etc.), sobre cualquier información o tema, es pobre, superficial y marcadamente inferior en relación con que la que se obtiene -y por sobre todo la que se aprehende fijándose en la memoria- a través de la lectura en papel, soporte físico del libro tradicional.

Cualquiera que sube a un tren, donde fuere o mirando en derredor a la gente por las calles, en los bares y reuniones, o, por ejemplo, sin ir más lejos, en la propia ciudad de Neuquén viajando en cualquiera de los colectivos que recorren sus calles, advertirá de inmediato que buena parte del hábitat humano se encuentra ungido por el embeleso de la minúscula imagen luminosa que le ofrece esa suerte de talismán que cada cual porta en su mano.

El libro en papel es otra cosa. La revolucionaria invención que en alguna medida preocupaba -o al menos supo inquietar el ojo avizor de los poderes- en tanto es impermeable a los hackers del planeta, quienes no pueden manipular sus páginas interactuando a la distancia.

Hasta hace medio siglo era aquel hondo legado cultural de la reflexión y el pensamiento lo que primaba en los jóvenes, quienes luego saldrían a las calles a interpelar el orden establecido. Se trataba de ese tiempo en que -según ese sistema opresivo- estaban siendo víctimas del “exceso de pensamiento”, ese riesgo que tanto alertaba a las autoridades y sobre el cual a todas luces -y con todo éxito- aplicarían el antídoto del dominio mental en línea. 

El retorno a la pausa, contra el vértigo insustancial del lavado de mentes; la vuelta a la costumbre de mirarse en los ojos del prójimo y el regreso a la reflexión sobre lo que pasa, parecieran lucir como imperativos de un mundo que se diluye en su esencia, la que pide a gritos recuperar del ser más íntimo el contenido, sobre la hojarasca vacía del continente. 

 

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