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ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

La Persistencia

Camina con la gente. La avenida principal de la ciudad de Neuquén se ha visto desbordada, como tantas otras veces, cuando el pueblo se eriza ante la agresión de turno. Se trata de la marcha federal a favor de las universidades públicas, amenazadas por los tiempos impiadosos que vuelven a azotar, como si una suerte de nueva peste bíblica se cerniese en el aire.

En los adolescentes y en la frescura de sus proclamas se ve a sí mismo. Otra multitud, un tiempo lejano, las banderas empujando. Un sueño que abarcaba el continente. En los barrios, vecinos y militantes unidos, resuelven los problemas de su comunidad, las unidades básicas son como multitud de corazones palpitando al pulso del entusiasmo.

En cercanías del monumento a San Martín, en el hoy, uno a uno, una a una entrevé las caras de los conocidos, las compañeras, los compañeros de ilusión, los del palo, las de hace tanto. Las que siempre son las mismas, aunque sean otras. La veteranía, como a él mismo, los va curtiendo, nuevos pelos blancos, algunos kilos más, arrugas agregadas. La vida talla el arte de la existencia en cada rostro. Y en la melancolía de una mirada encuentra otra remota que allá en los setenta soñaba los mismos sueños.

La gota de agua horada la piedra y es cierto. Quizá no es casual que mientras marcha le sobrevuele de pronto una canilla goteando, eterna, en el patio de su infancia. Y el huequito erosionado en la piedra laja por la paciencia tenaz de su acción. Y su dedo niño hurgando en el ínfimo charquito.

La gota de agua horada la piedra y es cierto. Quizá no es casual que mientras marcha le sobrevuele de pronto una canilla goteando, eterna, en el patio de su infancia. Y el huequito erosionado en la piedra laja por la paciencia tenaz de su acción. Y su dedo niño hurgando en el ínfimo charquito.

Le parece que al fin y al cabo la vida humana no es ajena al devenir de las estaciones del año o a las etapas de la jornada, con su madrugada de nacimiento, con su esplendor del mediodía, más el atardecer y la oscuridad subsiguientes de la noche. Para luego empezar de nuevo. Que lo sombrío no será eterno, que lentamente la alborada irá sucediendo y luego la luz en lo alto y más tarde el paulatino decaer y el frío que nunca será eterno, aunque la desazón haga sentir en su piel lo contrario.

La marcha sube, crece abrupta como un río de montaña tras la lluvia. Asciende a la superficie como los recuerdos. El son de los redoblantes, frecuencia primigenia de los pueblos africanos, la que cruzó primero los mares, llevada en la sangre por los esclavos arrumbados en las sentinas de los barcos negreros. La que dio rienda suelta después en las celebraciones paganas del Shangó de los Yorubas, recordando la vida aun frente al imperio del látigo y las cadenas del oprobio; la que fue retumbo de pasión vivando al líder que acarició las almas y que es ahora, en esas calles de Neuquén, otra vez aquel alarido salvaje en el reclamo de dignidad y justicia.

La gota horada la piedra. Su acción moldea el cauce de los ríos. No hay sujeción eterna para ese ímpetu, ni diques ni murallas que la puedan.

Toca tiempo de frío y oscuridad.

Una mano en oriente riega día a día, sin exceptuar ninguno, la tierra bajo la cual anida la semilla de bambú. Semanas, meses, años, con la certidumbre de lo sabio. Nada sucede en superficie, pero bajo ella una red de raíces se completa al fin y anuncia que entonces sí. Y, entre el quinto y séptimo año, en despliegue formidable de un metro tras otro en sólo semanas, se lanza a la vista hasta convertirse en una cumbre vegetal, ofrendándose a quienes creyeron aun sin ver. 

Así, como en la naturaleza, así también en los pueblos es como opera paciente el arte de la persistencia.

 

 * Alejandro Flynn – uno que escribe

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