“De cómo piensa la gente, a veces las diferencias son tan grandes, que parecen seres de alguna otra tierra”, dice León Gieco en su canción “Pensar en nada”. Y echando una mirada en torno del tiempo humano que nos toca daría la impresión de que la idea no podría haberse ilustrado mejor.
Quién sabe, tal vez la cosa habría tenido, en sus comienzos, alguna influencia relacionada con aquella sentencia ejecutada sobre la mítica Torre de Babel y de la ensalada de idiomas creada a propósito por el Supremo. Y entonces tal vez fue por eso que, andando el tiempo y a modo de antídoto, para fines del siglo XIX surgiría un médico polaco inventor de una lengua en común para todos los habitantes del planeta. El “esperanto” y su vocabulario compuesto por una suerte de menjunje aderezado por giros y palabras mezcladas, que se extraían de un combo de idiomas tradicionales, que no llegó a tomar vuelo y que es hoy apenas objeto de atención de unas pocas cátedras y de algunos escasos hablantes.
Ahora, si se bucea algo más hondo en la cuestión, se vislumbra una sospecha que pareciera estar inscripta al pie en el contrato que le enchufaron a la raza humana, con pequeñísima letra, esa que nadie lee antes de firmar. Y es la que sugiere que el ramillete de idiomas que nos fue dado, desde el sainete de Babel, opera en verdad como un divertimento de distracción que nos mantiene ocupados intentando “comunicarnos”. Y que ese bagaje de construcciones simbólicas es en realidad una herramienta para la tribuna (quizá Arlt diría “pa la gilada”). Porque, lo que se oculta, es que, en lo cierto, en lo profundo, en lo abisal del espíritu, no existe ninguna lengua que le sirva a nadie, desde el principio de los tiempos, para entenderse con otro ser.
Ocho mil millones de habitantes sobre la Tierra hablan ocho mil millones de lenguas distintas por completo a cualquier otra. Se recibe al nacer y se extingue definitivamente con la muerte de quien la porta y sólo sirve, pura, única y exclusivamente para que la persona hable consigo misma, y con nadie más, ya que, como la huella digital, le es absolutamente propia.
En este gran teatro, en el que -como cuenta otra canción- nos toca “Actuar para vivir”, se incluye en el guion maniobrar un vocabulario estándar que sirve para comprar clavos en la ferretería o remedios en la farmacia, discutir con la pareja, hablar de fútbol, insultar al Gobierno, etc. pero que, a la hora de bucear en lo profundo, nos demuestra que no hay lengua en común que valga y que sólo la propia, la excepcional, inédita y única, frágil además como una burbuja de jabón, es la que talla y que permite únicamente el diálogo de una, uno, consigo mismo.
Volviendo al principio, cómo no entender entonces la verdad de aquella estrofa mencionada, la que refiere a las diferencias de pensamiento que entre la gente –-l decir del cantor- se asemejan con las de “seres de alguna otra tierra”.
Lo que pugna por surgir como deseo es que la historia se diera alguna vez a la inversa y que, aunque no fuera posible encontrar las palabras que el ferretero entienda para comprarle clavos, sí, en cambio, tradujera las que le hablasen con el lenguaje del alma.
Dicen que, al respecto, hay quienes han avanzado bastante más allá del esperanto y su afán por la lengua en común y que, para el territorio íntimo de ese ser, creen haber encontrado en la poesía y su alquimia la llave mágica, esa que nos falta desde siempre.
- Alejandro Flynn – uno que escribe