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OPINIÓN POLÍTICA

Elecciones en el Imperio: ¡Ajusten sus cinturones!

El 5 de noviembre de 2024 tiene lugar la sexagésima elección presidencial en los Estados Unidos. Posiblemente sea la más crucial desde la de Abraham Lincoln en 1860.

Aunque el país no esté al borde de una nueva guerra civil (que algunas voces alarmistas invocan) sí está políticamente dividido, quizás más profundamente que en el último cuarto del siglo XIX y, como nunca, cuestionada la calidad y la confianza en el proceso electoral.

Los Estados Unidos no son la democracia ejemplar que nos han vendido durante décadas. Los complejos procedimientos e innumerables obstáculos para inscribirse como votante, la manipulación de los distritos electorales para favorecer a la decreciente población blanca y sobre todo el poder del dinero y las corporaciones en la selección de las candidaturas hacen de la Unión más bien una república oligárquica dominada por una plutocracia  y con un sistema electoral vetusto y opaco.

El o la presidenta se eligen, no por voto directo sino por un colegio electoral, con un número de electores por Estado proporcional a su población. Rige el sistema de first pass the post: el partido que gana, aunque sea por un voto, se lleva todos los electores del Estado

El colegio electoral tiene 538 miembros (“compromisarios”) por lo que se necesitan por lo menos 270 para ungir presidente, sin importar el total del voto popular nacional. Por eso las campañas suelen centrarse en un puñado estados donde se puede hacer la diferencia, porque no son bastiones demócratas o republicanos, los llamados swinging states, que en esta elección son siete, que reparten entre todos 93 electores.

Tampoco existe una autoridad electoral nacional sino que es una responsabilidad de cada uno de los 50 Estados. La elección es convalidada por una sesión bicameral del Congreso, el 6 de enero, que recibe y cuenta los votos de los electores y publica el resultado final.

El camino a este 5 de noviembre ha sido el más extraño del que se tenga memoria, producto de la profunda alteración emocional, social y política del país.

Después de dos años de implacable persecución judicial en su contra, Donald Trump logró ser nuevamente el candidato Republicano, arrasando en las primarias, con James D. Vance, un adalid de la nueva “derecha alternativa”, como Vice.

En el partido Demócrata, el Presidente Biden, vencedor en solitario en las primarias, renunció a la candidatura luego de un abismal y tempranísimo debate presidencial, forzado por los “donantes” (los millonarios y corporaciones que financian la política) y la aristocracia partidaria, que pusieron en su lugar a la Vicepresidenta, Kamala Harris.

Así, llega ahora a su fin la campaña más cara y vacía de contenido de la historia, centrada en virulentos ataques personales entre los postulantes y sazonada con dos intentos de asesinato contra Donald Trump, y cientos de maniobras legales y operaciones mediáticas entre republicanos y demócratas y contra los otros invisibilizados candidatos independientes.

Los estadounidenses elegirán entre un Trump que promete reconstruir la industria nacional, protegerla con aranceles externos elevados y bajar impuestos a la clase media y los trabajadores, y una Harris que promete también bajar impuestos y seguir las políticas de abandono progresivo del neoliberalismo iniciada por el gobierno saliente.

Todas promesas contradictorias y que aportan poco a las mayores preocupaciones de la gente de a pie: la inflación, el costo de vida, la vivienda, el sistema de salud y la inmigración “ilegal”.

Un capítulo adicional es el debate por los “derechos reproductivos” y las políticas de género, punto fuerte de Harris y donde Trump se ha ido alejando, astutamente, de las posiciones extremas de la derecha religiosa.

La elección es la más reñida  en décadas, con una leve ventaja para Trump, dentro del margen de error, según las últimas encuestas; las mismas, digamos, que vaticinaron erróneamente la victoria de Hillary Clinton en 2016 y la derrota de Biden en las intermedias de 2022.

Es decir, cualquiera de los dos puede ganar y bastante depende de la abstención y del voto “oculto” a los encuestadores, muy difíciles de estimar y que pueden golpear sobre todo a los demócratas (el 58% de los encuestados menores de 35 años respondieron que el voto es “una cuestión privada”).

La pesada herencia de la administración Biden, con dos guerras por delegación, en Europa y Medio Oriente, una guerra tecnológica con China y sanciones económicas a un cuarto de las naciones del mundo, junto a una infraestructura económica y social casi en ruinas y una deuda pública descontrolada, presentan un horizonte complejo e incierto a quienes asumirán el 20 de enero.

Para el resto del mundo, nuestro horizonte con la nueva cabeza del Imperio es igualmente complejo e incierto. Kamala Harris es una criatura de la alianza de Wall Street, el complejo militar-industrial y la aristocracia del partido demócrata, es decir, otra expresión de la respuesta belicista de la “nación indispensable” a su declive relativo.

Donald Trump es un millonario outsider y misógino, apoyado por la clase obrera blanca empobrecida, la alt.right nacionalista y los megamillonarios de la industria tecnológica y Silicon Valley. Una alquimia inquietante de continuidad de las políticas económicas anti chinas, del genocidio en Palestina y de los aprietes al “patio trasero” latinoamericano junto a la aspiración de domeñar al “estado profundo”, terminar con las guerras lejanas y costosas y refundar el desarrollo industrial estadounidense. Una verdadera incógnita.

Para nuestra Argentina, hundida en un bizarro experimento socioeconómico “libertario” y con una política exterior en manos de ignorantes, aventureros y perdidos en una ensoñación ideológica que atrasa un siglo, la relación con quien gane será una cuestión de matices para opciones seguramente malas y costosas.

¡Amigas y amigos ajusten sus cinturones! (En todos los sentidos) vienen por delante años de vuelo en cielos turbulentos.

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