ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

El dolor

“Donde hay dolor existe un territorio sagrado”, había escrito Oscar Wilde.

El dolor, entendido como el que excede el del cuerpo físico, el orgánico, es decir el que se siente en el alma, no responde a las drogas calmantes, la medicina paliativa, la medicación que aminora el sufrimiento o que incluso lo elimina. El interno, opera como una huella a veces indeleble que sigue latiendo con el tiempo y al cual ni la fuerza de este, aun con la contundencia de su paciente accionar, logra siempre eliminar por completo. Y pasa como con esos mancos, que suelen sentir la presencia del brazo que ya no tienen; así el sufrimiento persiste en el ánimo, aunque el motivo que lo engendró ya se haya extinguido.

Y es en todos los casos de la condición humana, sin excepción, que rigen aquellas palabras del poeta irlandés. Porque hasta el dolor espiritual del ser más vil merece la compasión y el respeto, en tanto, como aquel sugiere, adquiere indubitablemente el carácter de “sagrado”, sea quien sea, el o la, que lo sufran en carne propia.

Lo cierto, sin embargo, es que hay dolores que exceden la órbita personal para extenderse como un manto sobre segmentos humanos más o menos numerosos. Los que dejan las guerras y las epidemias, por ejemplo. Pero también los que no se cuentan específicamente con muertes físicas sino con derrotas culturales, con involuciones de la historia hacia etapas que se creían superadas.

En alguna película norteamericana, dirigida por Woody Allen, una escena retrata el desconsuelo que un político progresista del partido demócrata (encarnado por el actor Alan Alda) manifiesta a un amigo por la postura ideológica de su propio hijo, acérrimo republicano, quien simpatiza abiertamente con todo tipo de posturas ultraconservadoras, de xenofobia y racismo, con las que atormenta a aquel en cada discusión que sostienen.

Ese desconsuelo, esa decepción de quien ve en su propia descendencia el abandono total de los principios y valores por él sostenidos, se irá repitiendo, ya no sólo en la ficción del cine, sino en la propia realidad de las sociedades del mundo. 

Lo que en la Alemania nazi parecía inédito, como un fenómeno que jamás podría repetirse, recupera su forma extendiéndose por el planeta. Es decir, así como las juventudes hitlerianas llegaban a denunciar a la Gestapo a sus propios padres por no adherir al régimen, así, hoy, las nuevas generaciones -en gran medida- dan la espalda a quienes creían y creen que un mundo solidario, de inclusión y menos injusto, no sólo es posible sino absolutamente necesario.

En algunos países, (conocemos el caso de primera mano) esta regresión a lo salvaje va proclamada, incluso con el voto en las urnas, de la mano de quienes antes, naturalmente, eran las franjas etarias que combatían las desigualdades de sus mayores en aras de promover valores que en la juventud se entendían como de amor al prójimo, de desprendimiento y de rechazo al odio en todas sus formas. 

De manera que aquella desazón del padre, en el film, ante la manifestación del hijo que sostiene principios despojados de toda consideración ética, ya superó aquella anécdota -si se quiere hasta risueña entonces- del gag de Allen, para transformarse en una muestra de la amenaza latente de aquel “huevo de la serpiente”, sobre el que nos advertía otro genio del cine en la película del mismo nombre.

Entonces es cuando el dolor -que comienza a ocupar cada vez mayor espacio en el ánimo de quienes asumen su impotencia ante la nueva realidad- luce en su dimensión “sagrada” como aquella tristeza de la que hablaba un poeta, cuando escribía que “ya no hay cajón donde guardarla”.

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