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INTERÉS GENERAL

Dormir en las calles

“No dejes caer los párpados pesados como juicios”, decía el uruguayo Mario Benedetti en su poema “No te salves”.  “No te quedes inmóvil al borde del camino ni quieras con desgano”, nos pedían sus versos. Y tal vez esas palabras resuenen con más fuerza en estos días (“terribles, asesinos del mundo”, como los llamaba Silvio Rodríguez, ese otro testigo vital del alma).

Cada vez más personas duermen en las calles. A las reiterativas y crecientes imágenes que nos llegan de la ciudad de Buenos Aires al respecto, o que comprobamos personalmente si recorremos sus calles y avenidas, se suman últimamente las propias, las locales, las de acá nomas para quienes vivimos en la ciudad de Neuquén.

Esta novedad era, si no inédita, al menos muy poco común en la región.

La naturalización del regreso a la caverna pareciera aceptarse como, si ante esa fatalidad, sólo cupiera la actitud que alarma la percepción del poeta, dejando “caer los párpados pesados como juicios”, tal como si se tratara del fenómeno de una catástrofe dictada por la naturaleza a la que sólo nos cabe presenciar inermes desde una actitud “inmóvil al borde del camino”.

“Estamos al horno”, reza un decir popular.

El eco de la voz interna, alertando sobre todo lo que no está bien, es cada día más lejano, su grito se apaga como el de quien clama por agua en medio del desierto. Lo que está mal crece como una maraña que desborda cada espacio que se habita; aquello que en el pasado hubiera producido la automática reacción humana hoy es apenas objeto de atención de un artilugio móvil, sin alma, que se capta en una pantalla para ser compartido virtualmente.

“Estamos al horno”, insiste aquella voz que se apaga.

Duermen ahora en las calles personas que antes lo hacían bajo techo. No siempre son sólo los conocidos nominalmente como “indigentes” sin ocupación, sino que se trata ahora también, incluso, de personas con ingresos regulares.

La jubilación mínima en la Argentina actual ya no permite pagar un alquiler, no es suficiente, de modo que la persona si no cuenta con el auxilio de su familia está sometida a la suerte de una hoja al viento y al consecuente desamparo de su destino.

El sistema de la impiedad, del olvido del otro, de la otra, se naturaliza día tras día. La insensibilidad gana adeptos, y votos quien la enarbola, llegando a colocar en los puestos de poder a representantes de intereses que, otrora, jamás hubieran soñado en acceder a él por las vías democráticas.

La actualidad luce como si una suerte de reseteo general en la humanidad hubiera aparecido para despojarla de la empatía e incluso de toda compasión por el prójimo. Como si se la hubiera reformulado para convertirla en aquella que no sólo no discuta el nuevo orden universal, sino que ni siquiera advierta su creciente sesgo perverso ni menos le permita sospechar la catástrofe a que conduce.

El andén de la estación terminal de ómnibus, ETON, una de las intermedias del tren de Neuquén que conecta Plottier con Cipolletti, es actualmente un nuevo paradero (entre otros) que los pobres usan para guarecerse bajo techo. No abriga, su reparo es por completo ineficiente y muchos son los flancos abiertos por los que la atraviesa el viento y el frío, pero al menos puede resguardar en parte de la lluvia.

Quienes viajan y observan desde sus vagones suelen, eventualmente, encontrarse con la imagen de las personas hechas bultos, entre sus bolsas y trapos. El cuadro se ve desde las ventanillas o es sorteado por el pasaje que asciende o que baja de la formación.

Si se repite con el tiempo esta devastadora postal, si se mantiene e incluso aumenta el contingente de quienes duermen a la intemperie, sucederá, tras el asombro inicial, la aceptación gradual y el paulatino acostumbramiento. Porque así es como ya ocurre en las calles de la ciudad de Buenos Aires, por hablar sólo de nuestro país.

Una vez apagada la sorpresa, ante la cada vez más evidente realidad de un mundo al revés, parece devenir resignada la aceptación fatal de ese destino trágico. Una amenaza que ni siquiera da indicios de alarma a la conciencia ni menos intención de pelea ante semejante catástrofe del alma.

“Estamos al horno”, dice una voz popular, como si cocinarnos en su interior hasta la muerte se tratara de aceptarlo como la única opción posible y con la pasiva e irreversible actitud de “dejar caer los párpados, pesados como juicios”.

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