Convivimos hace ya un tiempo con el discurso de lograr el déficit cero como respuesta a los reclamos salariales, tarifazos, despidos, saqueo de los recursos naturales y, peor aún, las cifras de hambre y pobreza infantil, que finalmente sinceró que la casta son los trabajadores y trabajadoras. El Gobierno se ensañó con los que trabajamos en las universidades públicas -docentes y no docentes- castigándonos a cobrar salarios de miseria, de los cuales, sin exagerar, un 80 por ciento se ubican por debajo la línea de la pobreza. Desguaza y desfinancia los ámbitos de Ciencia y Tecnología, achica y demora los gastos de funcionamiento, criminaliza la lucha e invisibiliza la violencia que ello significa. Esto tiene impacto directo en las aulas donde estudian y se forman más de 2 millones de jóvenes, cuyos docentes sufren la caída de sus salarios en un 71% en relación a la inflación hasta el mes de agosto.
Mientras que en estos días se habla del veto presidencial a la Ley de Financiamiento Universitario, que implica apenas el 0,14% del PBI, el sector universitario comienza una semana con 48 horas de paro y proyecta una nueva marcha nacional universitaria. Sin embargo, quisiera centrarme en estas pocas líneas en algunas reflexiones sobre los efectos políticos (no sólo económicos) que tiene la idea libertaria sobre la universidad pública.
La lógica económica desorganiza al sistema, a la vez que pone en evidencia lo que el poder proyecta sobre el sentido social y cultural de las universidades. Las y los docentes seguimos enseñando a pesar del contexto porque el aula es un espacio de aprendizajes que va más allá de los contenidos, es donde se generan reflexiones, debates entre puntos de vista contrapuestos, actividad que promueve el desarrollo del pensamiento crítico sobre la realidad. La universidad pública se edifica sobre esa pluralidad de voces y posicionamientos, generando impacto en la producción de conocimiento científico para el desarrollo de una sociedad más justa, democrática e inclusiva. Si esto funciona, es difícil engañar al pueblo haciéndole creer que reduciendo el sistema científico tecnológico y empobreciendo a la docencia vamos a lograr avanzar o “ser potencia”. Por el contrario, se trata de una desconexión sideral con la realidad argentina, regional y mundial que nada tiene que ver con lograr mayor y mejor calidad de vida.
Ahora bien, ya sabemos que la universidad pública está jaqueada política y económicamente y que el impacto es desigual según la institución. También sabemos que arrastramos problemas de larga data que se agudizaron en los últimos 9 meses y se visibilizaron con expresiones concretas de lucha y resistencia en las aulas y calles de todo el país en unidad intersindical y estudiantil. Ello fue y sigue siendo un gran esfuerzo para construir posiciones y consensos. El diagnóstico lo tenemos bastante claro, pero el problema de la universidad, el de las y los jubilados, el de comerciantes y el de la producción nacional se diferencia sólo por particularidades sectoriales, pero obedece al mismo patrón: la eliminación del Estado hoy considerado como gran enemigo de la libertad
La narrativa libertaria sobre la universidad pública naturaliza y así esconde los verdaderos motivos del desprecio hacia los derechos sociales y, particularmente, al derecho a la educación superior. Una clave posible para comprender el escenario es recordar que el 22 de noviembre se cumplen 75 años de la suspensión del cobro de los aranceles universitarios, que hasta entonces funcionó como un dispositivo elitista otorgándole el monopolio del conocimiento a un grupo reducido de la sociedad identificado con los sectores políticos, económicos y culturales. La quita del arancel, en 1949, habilitó un horizonte de posibilidades de conocimiento, ascenso y protagonismo social para los sectores populares que pronto vieron (ellos y sus familias) una nueva cara del Estado presente, garantizando un derecho que no prescribe con la edad: la educación que, a la vez, los incluía como sujetos políticos en el proyecto productivo de país de mediano y largo plazo.
Tal vez, en el actual contexto deberíamos revisar cómo logramos que todos los ciudadanos, más allá de su condición y tipo de ocupación, se los apropien y los defiendan frente a la embestida de las nuevas derechas que intentan despolitizar el derecho a la educación superior para convertirlo en mercancía privatizable o arancelada. Hoy, y a pesar de los avances en los primeros años de este siglo, el desafío continúa siendo reconstruir un país que contenga e incluya, que democratice el acceso al conocimiento y tenga un proyecto de soberanía científica y tecnológica. La forma de apropiarnos de los derechos es sentirnos interpelados por un proyecto colectivo que tenga capacidad de respuesta frente a la amenaza de perderlos. La sociedad argentina dio claras muestras de compromiso con la universidad pública el 23 de abril, acompañando la marcha nacional universitaria que concentró más de un millón de personas en las calles. El déficit cero es una excusa para lograr el sueño autoritario de detonar el Estado como expresión de lo común y de lo público. Desde diciembre de 2023, la Argentina parece haber sellado un pacto de impunidad con el pasado habilitando discursos negacioncitas, antiestatales y exacerbadamente violentos que clausuran la posibilidad de diálogo o el disenso. Evitemos que esto avance y se naturalice.
- Esther Levy – Doctora en Educación (Facultad de Filosofía y Letras de la UBA), FEDUBA