“Siempre habrá nieve altanera/que vista al monte de armiño/y agua humilde que trabaje/en la presa del molino/siempre habrá un sol también/un sol verdugo y amigo/que torne en llanto la nieve/ y en lluvia el agua del río”
Así, el poeta español León Felipe describía el ciclo del agua con su poema “Revolución”, en claro paralelismo con la inversión que los factores sociales le imprimen a su vez a la suerte de los pueblos. Sé es nieve, a veces, altanera, como dice el verso, hasta que llega un sol “verdugo y amigo”, trastocando el orden y convirtiendo en lágrimas que caen, para lo que se elevaba en su soberbia, y en lluvia al agua que asciende desde lo que antes -paciente- era discurrir por debajo.
Nada es estático. Vaya con la novedad. Pero sea quien fuere que creó este mundo y en él al bicho humano hace tanto (¿Dios? ¿Evolución natural de aquella sopa bullente y ácida que nos contaban? ¿Extraterrestres? etc. vaya a saber) el hecho, pareciera, es que se trató de un inmensurable poder de creación, capaz de construir una maravilla tras otra, de un prodigio a otro. Todo alrededor conmociona la fibra más honda si se ajusta la frecuencia para recibir, para palpar, para sentir, porque, como dice el catalán Serrat, “todo lo han puesto para ti”, así que “siéntate al festín”.
Si se hiciera carne y uña dentro del alma, pero en serio, la comprensión de que todo pasa, o sea esa concepción de la que tenemos conciencia pero que, sin embargo, no nos impide una y otra vez sufrir la existencia como marranos en la previa del matadero ¿no sería mucho menos angustiante entonces la existencia?
En alguno de sus libros, Ernesto Sábato recordaba la emoción que le había producido la foto de una mujer muy humilde, frente a su vivienda destruida por un terremoto, casita de la que casi nada había quedado en pie, pero que sin embargo se dedicaba entre los escombros, escoba en mano, a barrer lo poco que quedaba de ese que fuera su hogar.
“La vida sigue”, pensaría ella tal vez. “Ya esto pasará” Porque debe haber algún modo de no caer rendido, rendida e incluso de seguir agradeciendo el estar vivo, viva.
Resulta que las ínfimas crías de los caracoles de mar se internan recién nacidas de a miles en el agua, aunque el destino del 90 o más por ciento de ellas sea morir en el intento. Habrá quien sobreviva y por ellos vale la pena el asunto este. Y es un solo espermatozoide el que fecunda el óvulo, tras el raid de competencia que disputa con los demás. Y también vale la pena, al menos eso sospecha uno.
Y cuando llega la devastación de la manga de langostas sobre los sembradíos de los campesinos ocurre este hecho que, aunque a veces de pronóstico indeciso, también es cíclico, como las estaciones y como tantas otras cosas.
Pero los campesinos aguantan, tras haber perdido en tres días toda una cosecha que alimentaría a miles. Destruye la langosta, todo a su paso, pero después se va. Deja el tendal destructivo, pero se va. Y es cuando se vuelve a dar vuelta la tierra y a confiar en que al tiempo de la desolación le sigue sin duda, el ciclo de la bonanza.
- Alejandro Flynn – uno que escribe