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ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

Un desierto lleno de vida

Sabemos que se conoce históricamente con el nombre de “Campaña del Desierto” a la ocupación militar que -hacia el último cuarto del siglo XIX y comienzos del XX- el hombre blanco efectuó sobre vastos territorios del centro y sur de la Argentina.

Pueblos enteros, originarios, serían desalojados de su propio hábitat, el que por derecho natural les correspondía. Los procedimientos empleados por la invasión del “huinca” no sólo significarían la legalización institucional del despojo, sino prácticamente el exterminio físico en masa de los habitantes de las comunidades arrasadas.

La lectura de los documentos, partes militares, crónicas, etc. de los protagonistas de las operaciones armadas, con cuyos nombres hoy se designan múltiples calles de la ciudad de Neuquén (Rohde, Drury, Crouzeilles, Rufino Ortega, entre muchos otros, de los cuales el de Julio Roca, el jefe máximo, ocupa una de las más importantes), son muy claros y concluyentes. No dejan lugar a dudas con respecto al carácter punitivo de las incursiones efectuadas sobre las colectividades indígenas.

En el tratado que reúne el detalle del avance efectuado sobre los dominios, por ejemplo, del cacique Sayhueque (entre otros), a través de los partes dirigidos por los oficiales subordinados al responsable mayor de las acciones al sur del Nahuel Huapi, Conrado Villegas, aparece apuntada al detalle la descripción de cada batalla y de cada escaramuza. En ellas, en cada acción, los resultados parecieran copiarse a sí mismos sin cesar, en el sentido de la absoluta disparidad de fuerzas y en la desproporción de bajas entre un bando y otro.

Entonces, en la terminología que se desprende para informar los movimientos realizados, surgen frases del estilo “recibimos un lesionado por piedras (aunque no de gravedad) y abatimos 14 indios, capturando su caballada y su chusma” o “llegamos a sus toldos, dejando 17 muertos al salvaje y lamentando la muerte de un soldado, de un bravo sargento, y dos heridos sin gravedad. Capturamos chusma y caballos”.  Y así, una tras otra, la radiografía de cada operación de combate no luce, casi en ningún caso, como un muestrario de enfrentamientos de dos partes en igualdad de condiciones, sino, más bien, se asemejan a las que podrían compararse con las corridas de toros, donde al animal acorralado no le asiste más suerte que la de caer -tras ser sometido a torturas- invariablemente asesinado por el estoque del “matador” a cargo, verdugo asistido en la ejecución por una auténtica jauría humana.

Se observó alguna vez que no era propio llamar “Campaña del Desierto” a lo que suele ensalzarse de ese modo, como gesta de “la civilización contra la barbarie”, en tanto el territorio a ocupar no se trataba, de ninguna manera, de un “desierto”, sino de vastas extensiones ocupadas por miles de seres humanos, pobladores originarios. En todo caso, una amplia región que no sólo contenía (ni hoy ni ayer) piedras y arena inanimadas, sino también un vergel de vida floreciente de aves, ríos, lagos, montañas, bosques, fauna y flora autóctonas al que sometieron a las leyes del conquistador.

Pareciera que la sola inexistencia del hombre blanco, como poblador original, le ameritaba a él para designar como “desierto” a la inmensidad que no lo contenía, dando derecho a su apropiación.

El desequilibrio absoluto de fuerzas mencionado en los choques militares contra el indio se perpetúa hoy en la simbología que lucen los carteles que nombran las calles de la ciudad de Neuquén. Si antes los partes hablaban de 14 “salvajes” muertos, contra sólo un uniformado propio, hoy se invierte el sentido de las proporciones y son 14 chapas con los nombres inscriptos de militares contra el de una, apenas, que recuerda a algún cacique.

Al respecto de la interpretación de estos hechos pasados acude aquí la percepción que nos dejara alguna vez el cineasta Eduardo Mignona, cuando dijo aquello de:

“Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”.

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