Quien arriba a la ciudad de Neuquén -para radicarse en ella- procedente de otras provincias, suele tener dificultades para congeniar con el sesgo introvertido del hombre, de la mujer local. Pocas palabras, hermetismo, cierta distancia desconfiada y lo que siente en el trato, como si algo del riguroso clima sureño se impregnara en los modos.
El foráneo o la que viene de afuera (los no “nacidos y criados nyc”), ha notado que no es infrecuente que no le devuelvan el saludo al ingresar a un comercio, por ejemplo, o que el/la clienta que le antecede en la caja del supermercado al momento de pagar no retire su carrito, entorpeciendo el paso.
Esa persona, ajena en este, su nuevo mundo, provenía, tal vez, de un pueblo cálido, cordial, de buenas maneras y trato afable, de sonrisa fácil y encuentra en su nueva realidad que esta es notablemente diferente a aquella que lo vio nacer. Es cuando experimenta la sensación de estar atravesando una dura prueba en esos primeros tiempos de su incursión en el intercambio social con su entorno, donde todo luce como novedad.
Una ocupación conveniente (o simplemente “un trabajo”, cuando no lo había en su terruño), mejor paga, condiciones generales más favorecidas y otras ventajas, le han traído a una tierra que le provee lo que la suya no otorga. Pero sufre esa persona en la soledad de la pensión o en el hogar alquilado. Cuando habla con su familia a la distancia no le cuenta de su tristeza ni del frío interior o la nostalgia que experimenta. Nada dice de la soledad, de la falta de amigos, de esa “sed de amor y besos” de la que hablaba el poeta Jaime Dávalos.
Esa persona, ajena en este, su nuevo mundo, provenía, tal vez, de un pueblo cálido, cordial, de buenas maneras y trato afable, de sonrisa fácil y encuentra en su nueva realidad que esta es notablemente diferente a aquella que lo vio nacer.
Con el transcurrir de los años, sin embargo, la persona, que ya ha curtido su cuero y se ha ido inmunizando a las ocasionales desavenencias con el lugar, comienza a advertir de a poco, paulatinamente, otros factores que antes le pasaban desapercibidos y que ahora agregan matices diversos a los de su incompleta mirada inicial. Es decir, empieza a mirar más allá, donde antes sólo veía superficialmente. El tiempo transcurrido le ha permitido incorporar la facultad de detenerse con mayor atención en aquel paneo parcial de los inicios. Ya no se enoja con los demás, tampoco consigo misma.
Ya ha contemplado los refugios caseros que la gente arma en algunas calles para los perros callejeros, los platos de agua y de comida con que los abastecen en las veredas; ya ha simpatizado con la costumbre de saludar al chofer del colectivo al ascender y de decirle “gracias” llegando a destino. Se alegra al comprobar que no es el único del pasaje que aporta a la gorra del músico que ameniza el viaje y que desde su arte pelea por la subsistencia.
En las noches de verano suele sentir como propias las risas de los enamorados o de las familias que salen a caminar por las costas del río o por las plazas de los barrios.
En las fechas del recuerdo, las de las gestas de los pueblos, de sus luchas, sus memorias, camina con la gente tras sus banderas, entreverado con su prójimo por las calles que alguna vez sintió hostiles.
Ahora, cuando se comunica a la distancia, con la familia de origen, la que quedó en el pago, ya no necesita ocultar desazones y pesares. Ya siente que ha empatizado con su realidad y que por fin es un poco parte del paisaje humano.
El tiempo limó al fin sus asperezas, tal como hace el carpintero alisando las aristas de la madera que va puliendo, con la paciente sabiduría que le dieron los años.
- Alejandro Flynn – uno que escribe