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ESTAMPAS DEL SUR DEL MUNDO

La impiedad

En Corcovado, pueblo de Chubut, se decide, desde una planilla de Excel ejecutada en Buenos Aires, que sus tres mil habitantes no merecen la sucursal de Correo Argentino que allí existe desde hace décadas.

Se la cierra y se despide al único empleado, el vecino de la comunidad que llevaba más de veinte años en el cargo y con quien el vecindario hacía bromas o hablaba del clima o la familia, cada vez que alguno de sus integrantes iba a llevar una encomienda o a cobrar un giro postal (como un dato paradojal surge el que recuerda que los habitantes de esta provincia eligieron en las urnas, por abrumadora mayoría, a quienes ofician de verdugos).

Ahora, si es que necesitan hacer los trámites que antes resolvían a dos cuadras de sus casas, tendrán que recorrer obligatoriamente los 80 kms de ripio que los separan de Trevelin, el pueblo más cercano. Si la nieve cubre el camino, tornándolo intransitable, ese dato no se traduce en variable de interés para las hojas de cálculo de quienes mandan. A la hora de disminuir el déficit fiscal no cabe ahondar en otro tipo de reducciones, las únicas legítimas a considerar de verdad, las que hacen a la vida cotidiana de los seres de carne y hueso que pueblan cada rincón de territorio y que no saben de achicar estados macros, sino del que se refleja en ver vaciados sus micro bolsillos. Los 80 kms, que en verdad serán 160 incluyendo el regreso, no disminuyen los índices de pobreza de ninguna estadística precisamente, pero sí los magnifican desde un gasto de varios miles de pesos para asumir el costo de ese traslado más el del tiempo perdido.

En los campos de la opulencia (allí donde operan varios de los actores que deciden sobre la suerte de todo un país), las rejas de los nuevos arados -hiper tecnologizados- comandados desde una pantalla digital no perciben a la hora de la cosecha el nido que, en el surco, a ras de tierra, cobija al ave con sus pichones. No hay sensores que adviertan ese tibio latido. No hay nada de rédito monetario que rescatar allí. El sonido de la fractura de los huevos destruidos por la cuchilla no mellará su filo ni será escuchado desde la cabina que dirige la tragedia. Es el fin del mundo para esa mínima vida que nadie registra, a excepción de la madre de su cría. 

Un sonido mayor de devastación cubre todo otro que sea indicio de existencia vital, es el que produce el renovado azote del orden mundial que manda impermeable sobre cualquier consideración ética.

El mandato de la impiedad desborda obsceno. 

Sin embargo, cuando el último cartero de pueblo adentro y aquel nido que sobrevivía a duras penas dejen de formar parte de la geografía del paisaje, no alcanzarán las planillas de Excel ni los renovados prodigios de la virtualidad informática para advertir, que es el propio sentido de la humanidad lo que se precipita, en un déficit infinitamente más hondo y doloroso que el que pueda exhibir la planilla de fórmulas numéricas más acabada.  

Será hora, entonces, otra vez, de traer la palabra de aquel jefe indio norteamericano, dirigida al presidente que quería comprarle las tierras donde se asentaba su pueblo:

“Cuando la sangre de tus venas retorne al mar y el polvo en tus huesos vuelva al suelo quizá recuerdes que esta tierra no te pertenece a ti, sino que eres tú quien pertenece a la tierra”.

  • Alejandro Flynn – uno que escribe

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